jueves, 16 de abril de 2015

La alfarería de Segundo Muñoz: emprendimiento y costumbrismo en el Guadalcanal del siglo XX (2 de 3)


Por José Ramón Muñoz Criado y Sergio Mena Muñoz 

Revista de Guadalcanal – año 2014  

Un mundo de arcilla roja

En los tiempos en los que la petroquímica no estaba tan extendida como hoy día, la mayor, más barata y accesible forma de tener utensilios en casa era a través de los útiles de barro. Todas las casas de Guadalcanal tenían en sus encimeras, en sus aparadores o en sus fresqueras accesorios cerámicos. Ignacio Gómez, presidente de la Asociación Cultural Benalixa, también recuerda la alfarería de la “calle Sancha”. Aún tiene fresco en la memoria a Segundo Muñoz haciendo “algún ‘cacharro’: pipotes, platos de varios tamaños, huchas, ollas, lebrillos...” Tan antigua era la costumbre que los historiadores aseguran que su origen se pierde en la noche de los tiempos. Antonio Burgos comenta acerca de los productos de Segundo que “a los niños nos hacía piporros en miniatura, que nos encantaban, y algunas veces caballitos de barro”, porque no todo lo que hacía eran utensilios para la cocina o de decoración. Manuel Cavanilles también nos habla del surtido de la alfarería, “había botijos, jarras de diferentes formas y tamaños, lebrillos, tazones, escudillas”, pero él compró una humilde hucha aquel día que decidió invertir unas monedas que le habían regalado. “Tras escoger una y volver con el alfarero, me invitó, si quería, a contemplar sus trabajo”. Cuenta que “empezaba por colocar una gran pella de barro en el centro de la plataforma del torno y, mojándose continuamente las manos en un cubo de agua, ya con el color del barro, metía ambos pulgares en la masa dando forma, poco a poco, a un jarro”. Después, mientras el barro todavía estaba húmedo, el resto de la familia desde los más pequeños hasta la anciana madre decoraban las piezas bruñéndolas con cantos rodados de río. Los Muñoz cultivaban en su microempresa el trato cercano al cliente y la especialización laboral, aunque tampoco sabían que se denominara así.

La idea que nos asalta en pleno siglo XXI de una alfarería es de un lugar folklórico, artesano, en el que se hacen trabajos manuales cuya finalidad es la decoración de una casa. No se nos ocurre pensar en que hubo un tiempo en que, sin ir más lejos, los tornos no estaban accionados por un motor. A las nuevas generaciones se les ha enseñado que uniendo ‘churros’ de arcilla se puede dar forma a cualquier cosa que emane de la imaginación, pero no se le atribuye un papel útil en un hogar. Y aún así y todo, a principios del siglo pasado una alfarería también era un lugar mágico para los niños. Con darse una vuelta por la casa de Segundo y los Muñoz se puede aún ver elementos imaginativos como un zapato a escala 1:25 hecho de barro con su cordaje incluido, un dedal o un pájaro de barro que, con agua en su interior, imitaba el canto de un jilguero. Al Antonio Burgos niño le gustaban las producciones de aquella mano extremeña, “sobre todo me maravillaban las cantimploras para el campo que hacía, con dos asas para ponerles una tomiza y colgarlas en bandolera. Y aquellos cántaros grandes, con los que Ito iba a la fuente de la Plaza a por agua y cobraba un real por cada uno, llevándolo a casa lleno de vuelta”.

Nuevos retos profesionales

En 1941, ya casado y con dos niños, se presentó una nueva oportunidad laboral para Segundo: gestionar una aserradora en Lora del Río. Un familiar político pensó en él tras su éxito empresarial en Guadalcanal y le ofreció hacerse con la maderera del pueblo que, además, fabricaba y arreglaba carros. Y todo ello habiendo sido autodidacta en casi todo, sabiendo lo justo de letras y números pero con un gran bagaje en eso que hoy llamamos emprendimiento. El obstáculo era que debía dejar en Guadalcanal a su madre anciana y a sus hermanas solas. La solución vino de Salvatierra donde los alfareros funcionan casi como un ‘lobby’. Se corrió la voz de la situación de los Muñoz en la Sierra Norte sevillana y dos jóvenes, José y Manuela, accedieron a trasladarse a Guadalcanal a ayudar a la familia a sacar el negocio adelante.

La aventura en Lora del Río duró tres años. En 1944 José fue seducido por un empresario local que decidió montar otra alfarería en el Coso a la vista de los buenos réditos económicos que el sector estaba deparando. Segundo, su mujer Rosa y sus hijos Juanita y José tuvieron que hacer las maletas y volver a la casa de la calle Sancha. Pero no fue una vuelta amarga. Al contrario, Segundo siguió con su negocio como si nada hubiera pasado, quién sabe si incluso agradeciendo a José y al nuevo competidor su iniciativa.

Vuelta a Guadalcanal

La experiencia de Lora le ayudó a poner los huevos en más cestas aprovechando el momento de expansión económica que devino en el país tras la posguerra y, especialmente, desde 1953. El negoció floreció tanto que comenzó a tejer una red de venta y distribución a lo largo de un radio que abarcaba desde los pueblos de la Campiña Sur de Badajoz hasta El Pedroso. 

En un principio el transporte se hacía siguiendo el sistema tradicional con burros y caballos llenos de cacharros, lo que hizo que Segundo tuviera que recurrir a la ayuda de su abuelo Segundino que acudió desde Salvatierra para acompañarle en las rutas. Todo hasta que una jornada, volviendo de Fuente del Arco en una noche sin luna, la ‘jaca del alfarero’ frenó en seco en mitad del camino sin motivo aparente. La senda discurría por entonces al lado de la línea del ferrocarril y, aunque no se habían dado cuenta, estaban al borde de la trinchera a punto de desgraciarse. El hecho llevó a Segundo a volver a innovar: comenzó a repartir su género usando el tren enviándolo en paquetes y quedándose él en la alfarería. Había reducido costes de distribución y evitado riesgos laborales aunque, por supuesto, él no sabía que eso se llamaba así.    

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