miércoles, 2 de octubre de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA 58 Y ÚLTIMO

GUSTAVO (continuación)

CAPÍTULO XVI
El entierro

Así que Gustavo se dirigió al jardín, el Conde se puso en el balcón.
La luz de la luna le dejó ver la escena que él había preparado y que dejamos ligeramente descrita.        
Por lo demás, conoció que pasaba entre los dos una cosa extraordinaria, que no era de modo ninguno lo que él imaginaba que debía suceder.
Elena trataba con cariño a Gustavo, el acabó por correspon­derle, y el jardín quedó en completa oscuridad.
Los celos más horrorosos empezaron a destrozarle el corazón. Tembló un momento, pensando que empezaba su castigo.
— ¡Traición! ¡Traición! entró gritando en la sala… La turba se suspendió un momento.
— Gustavo ha desertado ha vendido vilmente a su pareja, y está en el jardín con una mujer a quien ninguno de nosotros conoce.
— ¡Al jardín!
— ¡Al jardín!
— La luna se ha nublado; bajad luces.
Cogieron cuantas velas había en la sala, y todos, en confuso tropel, bajaron atropelladamente la escalera.
Entraron en el jardín y se esparcieron por diferentes calles; cortaron las ramas de los primeros árboles y a las puntas ataron las velas con los pañuelos para que parecieran hachas.
— ¡Aquí están!; ¡venid acá, venid!
Todos acudieron gritando a donde sonaba la voz de Moncada.
— ¡Traidor! ¿Cómo te atreves?
— ¡Oh, qué linda! ¡Bribón!
— A echarla a suerte.
— A mi me pertenece; dijo Moncada, tuya es Angela.
— El mismo tipo.
— Señores, dijo Gustavo, me alegro infinito que hayáis traído luces para adornar la tumba de mis ridículas creencias, ¿Veis esta mujer?
— ¡Divina!
—¿Recordáis la casa en que nos hallamos?
—  La casa de Dª Martina.
— Esa mujer es Elena,
— ¡Elena!
— ¡Elena!
Casi todos habían oído hablar a Gustavo de una Elena sublime, y al escuchar su nombre soltaron una estrepitosa y atronadora carcajada. Todos saltaron de contento al ver como el mundo acreditaba con la práctica las teorías que acababan de desarrollar en la mesa.
Guillermo quiso en el acto pronunciar un discurso; pero nadie se lo escuchó.
— No, no le creáis, dijo Elena adelantándose (todos guardaron silencio). Elena ha muerto. Aquella es su tumba. ¿Venid a su entierro?
Todos soltaron de nuevo la carcajada.
—   Tienes razón; ha muerto, dijo Gustavo.
— Lo que es para mí, repuso Guillermo, no has nacido todavía, prenda del alma.
— Venid a su entierro.
— ¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Está borracha!
— ¡Tu Elena borracha!
— ¡Tu sublime Elena!
Otra vez saltaron de contento.
— ¿Venid a su entierro?
— Señores, se me ocurre una idea, dijo Julián.
—¡A ti una idea! replicó Guillermo.
— Representemos en esta ninfa la virtud de la mujer y hagámosle su entierro, puesto que ella lo quiere.
  ¡Bravo!
  ¡Magnífico!
— Manos a la obra. Organicemos la procesión.
Gustavo y Julián hicieron una silla de manos; sobre ella colocaron a Elena; en la frente, le pusieron la corona de azucenas de Angela,
Dª Martina, presidiendo el coro de sus alumnas, todas con velas encendidas, formaba la primera. Detrás se colocaron los músicos. Moncada y Guillermo iban al lado de Elena, para impedir que se cayese. Impusose un profundo silencio y rompiose la marcha,

Los músicos, acostumbrados a asistir a las fiestas de Iglesia, sabían de memoria los salmos penitenciales, y con voz espantosa empezaron a cantar el de profundis…

No hay comentarios: