viernes, 20 de septiembre de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 52

GUSTAVO (continuación)

La orgía iba entrando en su último periodo. El discurso de Guillermo había infundido cierto alarde y satisfacción de su estado en todas las mujeres, y el beso de Ramira había acalo­rado la imaginación de todos los hombres.
— ¡Música!
— Veremos si la música es capaz de ser la verdadera expresión de corazones como los nuestros,
Los músicos, que también habían bebido algunas copas, con admirable expresión empezaron a tocar la introducción de la Lucrezia. Todos llevaban el compás con las copas y los cuchillos, menos Julián, que cantaba a media voz.
Elena levantó los ojos y se encontró frente a frente de la orgía.
Jamás un espectáculo semejante se había presentado a los inocentes ojos de la virgen.
En ningún sueño podía haberlo forjado su cándida y limpia imaginación.
Abrió los ojos, y un momento después aún le parecía que los mantenía cerrados y que aquellos eran fantasmas, hijos del letargo en que había estado sumida.
Sin embargo, la espantosa realidad empezaba a penetrar en su corazón y a helarle la sangre; aquellos seres debían tener una existencia propia, porque ella no hubiera podido nunca crearlos: aquellas mujeres que mostraban en sus ojos pasiones tan diver­sas de las suyas, aquellos hombres embriagados y frenéticos, no podían ser de modo ninguno imágenes nacidas y alimentadas en su alma de virgen.
Elena empezaba a penetrar horrorosos misterios desconocidos. El ángel malo, mofador de la virtud, rasgaba de pronto el velo que siempre había cubierto a sus ojos los tenebrosos abismos del corazón humano. Empezaba a concebir la existencia de pasiones miserables y hediondas, y temblaba que existiesen en el mundo donde ella vivía.
En el desnudo seno de aquellas mujeres, ella imaginaba que los hombres estaban contemplando el suyo, y la pobre niña corrió confusa y avergonzada a esconderse entre los árboles, cubriendo el pecho virginal con sus manos trémulas.
El estruendo de la orgía, cada vez más atronador y frenético, asordaba los ecos de la noche.
Elena permaneció algún tiempo anonadada en un rincón del jardín, como la oveja que se refugia en la cueva, temerosa del trueno.
Pasado el primer atolondramiento, que puso su razón a punto de desvanecerse, empezó a despertarse en su pecho una punzante curiosidad enteramente nueva, que la impelía a  fijar la vista en aquél espectáculo desconocido. Había en este impulso algo de ese incomprensible deseo que nos lleva a examinar los cadáveres y a gustar mil sensaciones dolorosas, sólo por el ansia de sorprender a la naturaleza en todos sus secretos.
El genio del mal la estaba persuadiendo a que volviese el rostro; quería adelantarse, sin poder darse cuenta del impulso que la movía, pero la contenía fuertemente el temor de ser vista y devorada por aquél monstruo.
Si Elena se hubiera encontrado en aquel momento rodeada de murallas de bronce, no hubiera podido menos de asomarse por una almena a contemplar aquel espectáculo, y sin saberlo hubiera destrozado el manto de su inocencia. El miedo la contenía. No volvió el rostro, pero ¿qué importa? la orgía cambiaba de sitio y se le ponía delante en donde quiera que fijase sus ojos. Sólo una vez había visto aquellos rostros, y mientras viviera, estaban destinados a turbar sus sueños.
Una sola mirada había bastado para empañar su inocencia, y sentía un dolor vivísimo que le destrozaba el alma. La razón tra­taba ya en vano de oponerse al tropel de arrebatadas imágenes que amenazaba destrozarla.
Dio algunos pasos vacilantes, y ya no sabía si estaba o no delante de los balcones, porque en todas partes se le representaba la orgía con los mismos colores.
Los objetos tomaban a su alrededor formas gigantescas: todo ya le parecía posible en aquella noche de confusión y trastorno. Ya no le hubiera sorprendido que uno de aquellos hombres hubiera salido volando por el balcón, la hubiera arrebatado por los aires y en medio de las nubes hubiera manchado  su hermosura.


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