martes, 24 de septiembre de 2013

LA GRANDE Y VERDADERA HISTORIA DE FRANCISCO GONZÁLEZ DE GUADALCANAL Y EL DESCUBRIMIENTO DEL MAR DEL SUR (2 de 3)

                                                   Por Jesús Rubio

                                                            IV
Como le decía, la llegada de Pedrarias se retrasaba. Yo en ese momento me enteré de la partida que se estaba formando con Vasco Núñez como capitán. Decían que era para un importante descubrimiento. Y allí que me fui. Entonces yo estaba bien considerado como minero y como soldado, oficio que aquí se aprendía a la fuerza, sino estabas muerto al punto. Era joven, ya digo, y no me flaqueaban las fuerzas ni el ánimo. Cogí mis pertrechos y mi espada. Nos juntamos ciento y noventa personas, una de las armadas más grandes que por aquellos lugares se habían visto hasta la fecha. Y para llevarnos se había aparejado un galeón y nueve canoas.
Partimos de Santa María la Antigua del Darién el día primero de septiembre de mil quinientos y trece años. Navegando hacia el Noroeste tardamos cuatro días en llegar a Careta los que íbamos en las canoas. Esta aldea de Careta estaba muy próxima a la ciudad que luego se fundó allí y que se llamó Acla. Aquí hizo Vasco Núñez de Balboa una primera selección de gente, pues algunos debían de quedarse allí guardando los galeones y las canoas.
Al día siguiente, que se contaba seis de septiembre, empezamos a andar tierra adentro los elegidos por el general. Entre ellos estaba yo, que no sé si era de los mejores de cuantos íbamos pero sí puedo decir que ánimo pocos había que me ganaran. El camino no era nada fácil, pues era zona de sierras y montes y el terreno a veces muy áspero y otras estaba cubierto de selva espesa por la que no era fácil avanzar. Nos acompañaron un centenar de indios de Careta.
Dos días después se llegó a unas tierras que llaman de Ponca, que no mostró ninguna hostilidad hacia nosotros. Ý es que este cacique era rival del de Careta, pero ya se había enfrentado a Balboa y había sido desbaratado. Ahora era amigo, aunque seguía siendo señor de un formidable ejército. Recuerdo que se le hicieron muchos regalos, como camisas y hachas, lo que gustó mucho al cacique, que dijo cosas al oído de Balboa, entre ellas, que a pocas jornadas de allí existía un “pechry”, que es la palabra que ellos usan para decir mar. También regaló unas cuantas piezas de oro a Balboa. Era el día trece de septiembre cuando ocurrió todo esto que ahora le cuento, aunque puede ser que yerre en un día adelante o atrás.
Estuvimos allí una semana, preparando todo lo necesario para continuar nuestro viaje.

                                                               V
Creo que ha llegado el momento de que yo le hable ahora de Leoncico, que era el perro del general. Este Leoncico era un perro de color aleonado, que no reconocía más órdenes que las de su amo. Era hijo de otro perro muy famoso, que se llamaba Becerrico, que era propiedad de Juan Ponce de León. Pero yo a ese no le conocí. Sí a Leoncico, que nos dejaba pasmados cada vez que cumplía las órdenes para las que le había adiestrado Balboa. Si un indio se perdía o se escapaba se iba a por él. Si no se resistía, lo tomaba por la muñeca con su boca y, sin apretar, lo traía de nuevo con nosotros. Pero si el infeliz se resistía, lo despedazaba sin ningún miramiento. Los indios le tenían mucho miedo, y nosotros íbamos muy seguros cuando venía con nosotros. Decíamos que diez soldados acompañados de Leoncico se sentían más seguros que si iban treinta soldados sin él. Tal era su fiereza, que yo la presencié. Y era enorme el espanto que producía entre los pobres infelices a los que atacaba, que a veces los gritos se te quedaban clavados en el corazón. Ya le digo que hubo atrocidades. No puedo ocultárselas. Después, han sido muchos los perros que se han traído a las Indias, y no poco el terror que han provocado en estas tierras, pero pocos como este Leoncico, que era lo más estimado por Balboa. Era un cachorro cuando el capitán, acuciado por las deudas, huyó de La Española. Se escondieron los dos dentro de un tonel en uno de los navíos del Licenciado Fernández de Enciso, que a punto estuvo de ejecutarle. Sólo le salvó la vida su gran conocimiento de todas aquellas islas y costas.  Leoncico, que no quiero apartarme del relato, también participaba en el reparto del botín, que llegó a juntar este animal más de mil pesos. Decía el capitán que entraba en el reparto porque su labor equivalía a la de muchos soldados, y que esa parte del botín se la había ganado con mucho más mérito que otros. En aquella jornada llevábamos más perros, pero ninguno tan fiero como Leoncico, que luego murió envenenado.


                                                        VI
Dejamos en el poblado de Ponca a una docena de lo nuestros y salimos en demanda de ese pechry con la gente de Careta y también algunos de los indios de Ponca, que andaban entre sí algo asustados, porque entrábamos en tierras de un cacique que se llamaba Torecha, que era enemigo de ellos. Entre las cautelas con las que andábamos y lo difícil del terreno, tardamos una semana en recorrer un puñado de leguas. Era terreno pantanoso, con muchos ríos que tuvimos que cruzar en lanchas. Hay allí mosquitos muy grandes, que transmiten fiebre, y hay que tener mucho cuidado con ellos. Y andar por allí causa mucha fatiga. Además era la estación de las lluvias, que en estas provincias, como sabe, son muy copiosas y continuas.
Y luego estaba la gente de Torecha, que se mostró hostil desde un principio, y nos hizo varias emboscadas. Ya le digo que los naturales de Tierra Firme son gente brava y valiente, y no poco diestra en el arte de la guerra. Y costaba mucho doblegarles. De no ser por nuestros arcabuces, nuestro acero y la determinación de Balboa, malas nos hubieran venido dadas en más de una ocasión. También se significaron muchos de nuestros oficiales, como Francisco Pizarro, que luego ganó el Perú, y que también iba con nosotros en aquella jornada. Era entonces un joven capitán, que no sabía a qué grandes batallas le iba a llevar la vida. Y como él, otros muchos debo recordar: Juan Camacho, que luego siguió al susodicho en la conquista del Perú, Rubio de Malpartida o Francisco de Valdenebro.  Y luego estaba Leoncico, que causó no pocos estragos en las guasábaras con la gente de Torecha. Su ferocidad en esta batalla fue proverbial. Todavía me estremezco cuando lo recuerdo. Y creo que con la gente de Torecha nos sobró crueldad. Hubo una primera batalla. Luego, la gente de Torecha se retiró y nosotros les seguimos.
El poblado de Torecha lo llamaban Carecuá y llegamos a él, no con poca fatiga a mediodía del veinticuatro de septiembre. Balboa dispuso que descansáramos hasta la noche, en que caeríamos sobre ellos. En cuanto se fue la luz, así lo hicimos. Y nos abatimos sobre ellos con tal furia que yo creo que muchos de ellos fueron muertos aún antes de saber quiénes eran los que les atacaban. Ni siquiera Torecha pudo escapar, y cuando su gente vio que su cacique moría, muchos de ellos huyeron y otros muchos de ellos se rindieron. Aún así seguimos matando, que no pocos se cubrieron en ese momento de infamia. Murió mucha de la gente de Torecha, por nuestro acero o aperreada, que ya le digo que los gritos eran espantosos. Yo creo que nos faltó compasión allí. Nosotros sufrimos ninguna pérdida aunque algunos de los nuestros estaban heridos. Yo mismo, aunque mi herida fue provocada por una caída al tratar de esquivar el ataque de uno de los indios.
Tomamos algo de oro que se encontraron en algunos de los bohíos del poblado y algunos de los que se rindieron certificaron lo ya dicho antes por Ponquiaco y luego por Ponca, que al otro lado de las montañas que estaban a la espalda de Cuarecá había un mar. Pero dado el estado en que se encontraban muchos de los nuestros determinó Balboa que se pasara allí la noche. Esto certifica lo que ya dije antes: que era un hombre que se cuidaba del buen estado de sus soldados, que ya no le sobraban, por otra parte.

                                                           VII
El día siguiente era el veinticinco (1) de septiembre mil y quinientos trece años. Y no alcanzaré nunca, por más veces que lo diga, a dar las gracias a Dios Nuestro Señor por haber llegado vivo a ese día, y haberlo hecho en el lugar en el que me encontraba cuando abrí los ojos con las primeras luces del alba. Porque aquel bendito veinticinco de septiembre fue cuando vimos el Mar del Sur.
Pero no me adelanto y voy a contarle todo cómo sucedió. O al menos cómo yo lo vi y recuerdo.
La poca gente de Torecha que quedaba nos certificó que a la espalda de los montes que estaban allí a la mano estaba el mar. Ese mar que con tanta ansía llevábamos buscando. Como hiciera siempre que había tenido ocasión, dejó parte de nuestra gente en el poblado para cubrirnos la retaguardia. Contando a Balboa, marchamos sesenta y siete hombres.
Él iba siempre en cabeza. Unos dicen que por dar ejemplo. Otros, los más, y así lo creo yo también, porque no quería que nadie se le adelantase. Empezamos a andar con buen ánimo y paso rápido. Muy pronto llegamos a unos bohíos cuyo cacique se llamaba Porque, pero no nos paramos ni tan siquiera. Seguimos nuestro camino.
Empezamos a subir el monte, que, o ni era tan grande como nos parecía, o sucedió que más que andar, volábamos. Y a eso del mediodía, aunque algunos dicen que fue antes, el general hizo una seña. Y todos nos paramos. Él siguió subiendo. Y nosotros nos quedamos parados viendo lo que hacía. Aceleró el paso. Y al poco de llegar a la cima ya no andaba, corría. De pronto, se detuvo, se hincó de rodillas y empezó dar gritos mirando al cielo y elevando los brazos, que no se entendía muy bien qué decía, pero que por los gestos era claro que estaba dando gracias a Dios Nuestro Señor porque era cierto que había visto el Mar del Sur.
Y luego se volvió a nosotros y nos hizo señas para que nos acercáramos. El primero que llegó a él fue el clérigo Andrés de Vera, que se arrodilló y dio Gracias al Señor. Yo también fui de los primeros cristianos que alcanzó a ver el Mar del Sur y diría que se me nubló la vista cuando vi como en el horizonte se juntaba el cielo y el mar. Enseguida, Vasco Núñez empezó a dar gracias al Señor por designarle para ese descubrimiento en nombre de los Reyes de Castilla, del rey Fernando de Aragón, de su hija Juana, y del emperador Carlos. Nos mandó a todos que nos arrodillásemos y diéramos gracias también pues era para nosotros también un gran día, y que así lo haría él constar.

Enseguida mandó el capitán cortar un árbol, para que hiciéramos un gran cruz con él y la colocásemos en ese mismo monte desde el que vimos por vez primera en la gran Mar del Sur. Y Andrés de Vera empezó a cantar el Te Deum laudamus. Y todos con él. Después rezamos. 


 Desde el monte se vio que a donde llegábamos era un golfo, que el capitán le llamó de San Miguel, porque esa fiesta estaba próxima a celebrarse, pero antes de bajar, el escribano Andrés de Valderrábano anotó los nombres de todos cuantos estábamos allí, que éramos, como dije, sesenta y siete. Y puede consultar las crónicas y verá como aparece mi nombre. En la de ese tal Fernández de Oviedo, que tiene muy reputada fama, aparece. No tiene más que buscarla y ver que le digo la verdad.
Y una vez que el escribano consignó los nombres de todos nosotros, bajamos en dirección al Mar, y allí, muy cerca, como a una media legua del golfo de San Miguel, que ya todos le llamábamos así, vimos unos bohíos de un cacique que se llamaba Chape: Allí estuvimos cuatro días, esperando a que volvieran los que se habían quedado en el pueblo de Torecha. Balboa mandó a algunos de los nuestros a buscarles.


 (1)    Según las últimas averiguaciones, existen al menos cuatro fuentes que indican que realmente fue el 27, dos estadounidenses, Kathleen Romoli y el geógrafo Carl Sauer, y dos españoles, la profesora Carmen Mena y Luis Blas Aritio, autor del último y más exhaustivo libro sobre el conquistador, Vasco Núñez de Balboa y los cronistas de Indias (2013)

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