martes, 6 de agosto de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 31

GUSTAVO (continuación)

                ¡Si no puedo menos, Luisa! figúrate tú… bien que tú lo sabes: yo no he conocido a mi madre, a nadie de mi familia, sino a mi buen tío, que me sirve de tutor, de padre tiernísimo, eso sí. Tenía doce años cuando conocí a Gustavo, cuando empezó a tratarme como una hermana. ¡Ay Luisa! absorbió todos los sentimientos de mi alma, que empezaban entonces a desper­tarse. Yo nunca tuve celos; yo creía que era imposible que dejase nunca de amarme; imposible que un amor como el mío no engendrase eterna correspondencia. Yo no conocía a Gustavo; ignoraba cuán lejos de mí podía arrastrarle aquella insaciable imaginación que tantas veces me hizo estremecer de placer y entusiasmo.
  Pero él ¿qué le dice a Vd.?
—  Nada; que me quiere mucho, y algunas veces, cuando me ve muy triste, que me ama.
—          Entonces...
  ¡Ay Luisa! ¡yo me ahogo, yo me ahogo!
  ¡Señorita...! ¡por Dios!... ¡ yo no sé que decirla!... ¡her­manita mía! ¿Otra vez llorando?
  Déjame, hermana el día que me falten las lágrimas, yo estoy segura de morirme.
—          Pero ¿por qué no sale Vd.? ¿Por qué no se distrae? En Madrid se olvida todo lo que se quiere. Los paseos, los teatros, los grandes edificios…
—          Todo eso pensaba yo verlo en compañía de Gustavo el día que salga sin él, me parecerá que ya está convenido y resuelto que hemos de vivir sin amarnos, y creo que ese día se me ha de declarar una enfermedad mortal.
  ¡Jesús! ¡qué pensamiento!
  Y aunque soy tan desgraciada, mientras él viva, sentiría mucho morirme.
  ¡Válgame Dios! ¡nunca hubiéramos conocido al dichoso compositor poeta!
  ¡No, Luisa, eso no!  Entonces ¿qué idea tendría yo del amor?
  Y ¿de qué nos sirven esas ideas, si la hacen a Vd. tan des­graciada?
  Pues a pesar de todo, Luisa, ¡es mi amor tan sublime, me siento tan ennoblecida con él, que aunque me cueste la vida, yo no puedo menos de agradecerle a Gustavo el habérmelo inspirado!
La pobre Luisa bajó la cabeza y permaneció un instante pen­sativa, queriendo en vano penetrar el misterio de los sentimientos de Elena.
¿Llamaron, Luisa?
  Sin duda.     
  ¡Ah! pues dile a Julia que no abra la puerta. ¿Quién puede ser a esta hora? Por Dios, Luisa, corre que no abra.
Salió Luisa, y Elena se quedó escuchando con la mayor aten­ción en la puerta de la sala, El profundo silencio que en la modesta casa reinaba, la permitió oír distintamente las siguientes palabras.
  A la Señorita Elena, en propia mano y a solas.
  Esta carta, Señorita, dijo Luisa, volviendo.
—          ¿Quién la ha traidor?
  No se sabe, porque Julián la recibió por la ventanilla.
  Dame. ¡Cielos! ¡El sobre es de Gustavo!
Elena permaneció un momento suspensa y temblorosa: le faltaba valor para abrir aquella carta, que irremisiblemente le anunciaba alguna desgracia. Lo primero que se le previno fue que Gustavo se despedía en ella para siempre. La pobre niña no tenía valor para arrostrar frente a frente su desgracia.

Quiso dársela a Luisa para que la abriera; pero otra idea aun más terrible la contuvo: el Conde le había hablado de un desafío: su semblante tomó repentinamente una expresión de espanto indescribible, y ahogando un grito involuntario y nervioso, rasgó el sobre con la mayor ansiedad,

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