jueves, 1 de agosto de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 27

GUSTAVO (continuación)

—   Ya lo sabe.
—  ¡Lo desdeña!
—  Me corresponde.
—  Entonces…
—  Pues bien, Conde; voy a ser franco con Vd. porque quiero, sí no es mentira el afecto que Vd. me manifiesta, que me ayude a recobrar el amor de esa mujer, que, según presumo, ha de tener gran influencia en el destino de mi vida.
—  Le juro, bajo palabra de honor, hacer cuanto esté en mi mano por que la Condesa le adore.
—  Gustavo le estrechó la mano.
—  ¿Y bien?
—                Yo la adoro, Conde…
—  Ya lo sé.
Ayer no pude menos de, manifestarle mi violenta pasión; quedamos convenidos en vernos a la noche, y motivos que no puedo revelar me impidieron asistir a la cita.
—  ¡Cómo! Faltar a una cita pocas horas después de la primera declaración, es un desprecio sangriento, que una mujer del carácter de la Condesa no lo perdona nunca.
—  Vd. cree que será capaz de realizar su viaje.
—  Dudo que esté en Madrid a estas horas.
—  Acompáñeme, Conde.
—          ¿Donde?
—          A su casa.
—          O estará despidiéndose o tendrá la casa llena de gente, o habrá dado orden para que no le reciban.
El pobre Gustavo no sabía qué hacerse. Le  desesperaba la idea de perder a su Condesa, Había escuchado sus primeras palabras amorosas, y su corazón estaba sediento de aquella música nueva y arrebatadora. El Conde vio llegado el momento que aguardaba.
—  Un medio se me ocurre.
—  ¿Cuál?
—  Escriba Vd. una carta.
—  ¿Cómo? Disculpando…
—  No.
—  Pues ¿qué le digo? Que la seguiré a todas partes; que si se ausenta...
—  Nada de eso.
—  Pues ¿qué? ¡Diga Vd.!
—  Veo que en el estado violento en que Vd. se encuentra, le será muy difícil notarla, Si Vd. me otorga sus poderes…
Gustavo toma una pluma maquinalmente.
—          Amada mía, dijo el Conde notando.
—          ¿Amada mía? no me atrevo, después de lo que ha pasado, a hablarle de este modo.
—  Pues de otro modo empieza Vd. confesando el agravio, y yo creo que debe empezar negándolo.
—   Amada mía, escribió Gustavo.
—          Si estima en algo mi vida.
—                ¡Cómo! ¡Alarmarla de este modo!
—                No dice Vd. más que la verdad, amigo mío Vd. no se miró al espejo, cuando recibió la tarjeta. Yo creí que le habían comu­nicado la muerte de su madre.
—                Mi vida…Esta noche a las once y media… Te espero en el jardín de la casa de baños…
—                ¡Cómo!
—                Después hablaremos, Siga Vd.; Calle de San Dionis,
—  ¿Y piensa Vd. que acudirá una cita tan extravagante?
—  ¡No tanto como a Vd. se le figura!
—          No entiendo.
—  Ya le he dicho a Vd. que esta noche estarán todas las habitaciones de su casa a disposición de sus amigos. Hablarle en ella a solas, es imposible; delante de gente hará Vd. probablemente un papel ridículo. En el cuarto principal de la casa a que Vd. la cita, vive una íntima amiga suya a quien visita con mucha frecuencia; puede, por lo tanto, sin que nadie lo extrañe, entrar en el jardín un momento y escuchar en él cuanto Vd. tenga que decirla. Por otra parte, a ella no dejara de halagarle el ver que Vd. ha tenido ya el cuidado de averiguar cuál es el sitio en que pueden hablarse más cómodamente. Si esto no bastara para hacerla acudirá a la cita, el estilo lacónico y alarmante de la carta, bastará de seguro para hacerla suspender su viaje.
Gustavo cerró la carta, escribió el sobre, y agitó con violencia una campanilla.
—  ¡Corriendo! dijo a un criado, entregándole la carta.


Recogiola el obediente fámulo y salió de la sala tan de prisa como le habían mandado, y leyendo el sobre al mismo tiempo: lo que fue causa de tropezar en una silla y de estar a punto de romperse los cascos.

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