miércoles, 17 de julio de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 22

GUSTAVO (continuación)

CAPÍTULO VII
La tarjeta

Las ocho menos cuarto acaban de sonar en los tres relojes del magnífico salón de la condesa. Las cien luces de araña reflejadas en los soberbios espejos, prestan nuevo realce á todos los objetos. Las pinturas al fresco producen un efecto sorprendente. Apolo ha recobrado toda su gravedad, y las nueve hermanas toda su hermosura y toda su gracia. La hermosa Reina de aquella deslumbrante mansión, había cambiado su voluptuosa bata por un vestido de terciopelo negro. Está desdeñosamente reclinada y medio tendida sobre el sofá. Una mano sostiene su hermosa cabeza, y la otra parece una blanca paloma que se ha posado entre los pliegues de su traje. Su pecho late agitado: el menor ruido la sobresalta: sus ojos se fijan con avidez en la puerta de entrada: a pesar de las palabras del Conde, espera a Gustavo. Suenan pasos en la antesala vecina. Levantase radiante de esperanza y de amor: un lacayo levanta la cortina de damasco y apareció el Conde.       
—  Siento infinito causarle a Vd. tan desagradable sorpresa
—  En verdad que yo también me encuentro sorprendido, porque, a pesar de cuanto dije, esperaba hallar a su lado al venturoso artista.
              La Condesa volvió sentarse. «Aún no han dado las ocho» dijo para sí; pero no quiso manifestarle al Conde su esperanza, porque empezaba a temer que sería defraudada y no quería comprometer de nuevo su orgullo.
—  ¿Creo que ya no tendrá Vd. inconveniente en anunciarme sus planes?
—  Aún no han dado las ocho.
—  Muy malos han de parecerme Conde.
—  ¿Por qué razón?
—  Porque no hay cosa que después de esperada tanto tiempo parezca buena.
—  Por de pronto, están reducidos a que Vd. me entregue una tarjeta suya despidiéndose para Francia.
—  ¡Despidiéndome para Francia!
—  O para Alemania.
—  ¿Quiere Vd. desterrarme, Conde?
—  ¡Oh! no quiero yo tan mal a la sociedad de la corte.
—  Y ¿con qué objeto?
—  Para estregársela yo mañana a Gustavo. Con ella le haré ver que resentida de su conducta trata de vengarse saliendo de Madrid.
—  ¡Humillarme hasta ese punto! ¡Oh! ¡nunca!
—  En este momento dieron las ocho. El Conde, que aun no se había sentado, empezó a pasearse.  La Condesa se figuró oír ruido de pisadas. Y no pudo disimular un movimiento de repentina y profunda atención.
—  No; no es nadie: dijo el Conde con una sonrisa sardónica que hizo estremecer todos los nervios de la inquieta Condesa.
Reinó un momento de silencio.
—  Además, ¿piensa  Vd. que ese medio había de producir un resultado favorable?
 San Román conoció que estas palabras querían decir que debía darse prisa a convencerla pero él estaba muy embebido en sus perversas meditaciones y quiso ahorrarse este trabajo. Siguió paseándose. Sin embargo, sufría más que su compañera de angustias y fatigas.
Cada uno tenía en aquel momento delante de sus ojos a Gustavo y a Elena.

San Román se sentía ahogado por llamaradas de orgullo, de rabia y de celos. Era hombre de profundo talento y por su desgracia había comprendido el carácter de Elena. Sólo una mujer sublime había encontrado en el mundo, y esa le despreciaba. Esta idea era un demonio que se había introducido en sus sesos y en sus venas.  Conquistarse el aprecio de esa mujer era imposible; no le quedaba otro arbitrio para recobrar su calma que romper el fanal misterioso que la cubría. En el semblante de la Condesa se mostraban la inquietud y los celos, sin muestra alguna de la fría desesperación del Conde; como su amor era nacido de causas, había en él algo de verdad.

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