miércoles, 19 de junio de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 7

GUSTAVO (continuación)

En esto dieron las seis, hora a que estaban citados Guillermo y Moncada: los tres amigos se pusieron en la calle, separándose al poco tiempo, Gustavo con dirección al café Suizo, y sus dos condiscípulos a la calle del Príncipe, donde su diputado los aguardaba.
Al entrar en el café, se encontró Gustavo con el conde de San Román. Ya daremos algunas explicaciones acerca de este perso­naje: bástenos saber por ahora que los dos se saludaron muy cariñosamente y como dando a entender que si bien hacía poco tiempo que se conocían, cada uno ele ellos había formado empeño en ser amigo del otro.
— Si la natural agitación en que deben tenerle sus muchos aplausos, no le sirviera de disculpa, tendría motivo para acusarle de olvidar con facilidad a sus amigos.
— Me creo con derecho para dirigirle a Vd. la misma acusación, Sr. Conde.
— Dos veces he estado en su casa, ¿su gloria y sus amores no le dejan espacio ni aun para leer las tarjetas de los amigos?
—  ¡Tanto honor!
—  El genio siempre es buscado,
—  La juventud es siempre animada por el talento.
Durante este corto dialogo, el Conde había conducido a Gus­tavo a una de las últimas habitaciones del café: tomaron asiento en una mesa de las más apartadas, y permanecieron un instante silenciosos. Un mozo se les puso delante: «lo de siempre» dijeron los dos, más bien por señas que por palabras; volvió a conti­nuar el mismo embarazoso silencio, propio de dos personas que se han impuesto la obligación de no decirse vulgaridades y que de pronto no les ocurre ningún asunto importante de qué tratar.
— Y bien, Gustavo: ¿que le parece: a Vd. el mundo, contem­plado al través del prisma que las circunstancias tan puesto delante de sus ojos?
— Mientras no me falten amigos que con su noble afecto me animen, fuera un ingrato si no me creyera en medio del paraíso.
— ¡Juventud y genio! ¡Oh! ¡Cuánto os envidio, amigo Gus­tavo! ¡Quién poseyera un corazón tan virgen como el suyo, para tener el placer de destrozarlo de nuevo!
Gustavo contempló al Conde con sorpresa, y le siguió escu­chando con más atención
— ¡Grandes días le aguardan de amores y de felicidad! Va Vd. a verse rodeado de las mujeres más encantadoras del mundo. Aproveche Vd. los momentos, amigo mío. Todos los instantes de la vida pueden igualmente aprovecharse en beneficio de la virtud: los instantes del placer son breves; huyen y nunca vuelven.
Gustavo redobló su atención.

—  Nada de cálculos ambiciosos, nada de trabas de ninguna especie; no le quite Vd. a la juventud el don que la hace más encantadora, la libertad. Desde luego que uno se sujeta a más proyectos ambiciosos, a la moral o a la virtud, no parece sino que entra de soldado en una compañía o de fraile en un con­vento, donde tiene que vivir según reglas establecidas por otros hombres antes de que él naciera: ¡vergonzosa esclavitud, indigna de un alma joven y valiente! Por eso me ha gustado á mi siempre el libertinaje, porque es la única vida independiente y libre, vida que uno mismo se crea sin tener en cuenta para nada lo que han establecido los demás hombres, ni lo que piensa la estúpida multitud. ¡O Gustavo! El amor abre de repente ante tus ojos las puertas de marfil de sus cien jardines, poblados de bosques silenciosos y umbríos, mecidos por la brisa embalsa­mada, regados por fuentes de mármol y alumbrados por la melancólica luna. Hallarás mujeres encantadoras, que se dejarán gustosas destrozar el alma, con tal que les consagres una melodía en tus óperas o un remordimiento en tu corazón; otras, que arrebatadas de una mezcla incomprensible de violenta lascivia y de sublime espiritualidad, estamparan frenéticas sus rosados labios en tu frente, queriendo con el estruendo de sus besos des­pertar en tu mente nuevos y vigorosos pensamientos. Otras, ¡oh Gustavo! ¡Gustavo! ¡Quién tuviera otro corazón que entregarles!...

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