lunes, 10 de junio de 2013

NOVELA LÓPEZ DE AYALA - 5

GUSTAVO (continuación)

CAPÍTULO II
Los cuatro consejos

Han pasado algunos días después de las escenas que dejamos descritas.
Las sombras que habían engendrado en la mente del artista las imprudentes palabras de sus dos amigos, habíanse desvanecido enteramente ante la victoriosa presencia de Elena. Ni aun quiso pedir explicaciones.
Gustavo estaba persuadido de que Elena era la mujer más digna de ser amada, y su arrogante Condesa la mujer más des­lumbradora del mundo. La idea de ser el dueño de ambos cora­zones, circundaba su frente de una aureola de orgullo y de felicidad. Imaginaba, después de examinar su nueva posición, que debía ser completamente feliz, y comenzaba a serlo de veras. Una de las cosas que más eficazmente contribuían á su presente dicha, era el recuerdo de la noble sinceridad con que todo el mundo le había manifestado su entusiasmo la referida noche de la orgía. De donde puede colegirse que las dichas no se conocen hasta después de pasadas, ó que las primeras palabras de Gus­tavo sólo manifiestan el indomable orgullo del hombre, que se goza en creerse superior a las felicidades humanas.
Sea de esto lo que quiera, lo cierto y seguro es que nuestro joven, se paseaba por las calles de Madrid con muestras de muy ufano, gallardo y venturoso caballero. El sol iluminaba su alegría, según el hermoso verso de Espronceda. Si al pasar por delante de alguna soberbia fachada, llegaba a sus oídos el armonioso acento de algún piano, él se daba a entender que debía expresar el pensamiento amoroso de la bella que con delicada mano lo pulsaba, y se dejaba enternecer dulcemente por su agradable melodía.
Las aéreas y gentiles mujeres que descendían al Prado en sus gallardas carretelas forradas de seda blanca y arrastradas por fogosos y espumantes corceles, representaban en su mente la ver­dadera imagen de la madre del amor, apareciendo en su concha de plata en medio de las espumas del mar; y finalmente, hasta la inarmónica murga que solía encontrar en las calles, marcaba en su fisonomía la expresión del entusiasmo, la ternura o la ira, según la tocata que sus mugrientos músicos se empeñaban en destrozar, tal era el estado, la exquisita sensibilidad en que sus venturas le habían puesto! ¡Oh breves y venturosos instantes! ¡Quién pudiera haceros eternos sobre la frente del joven Gus­tavo!
 Embebido en éstas y en otras semejantes emociones, después de haber dado algunas vueltas por el Retiro, entró Gustavo en su casa, y paseando tranquilamente por sus dos habitaciones estudiantiles, halló a sus dos predilectos é inseparables amigos. Cruzaron algunas palabras indiferentes, que en nada hacían relación a la contienda de la orgía; pues conociendo ambos el mal efecto que sus palabras habían producido, y teniendo pre­sente que el artista era bastante conocedor del corazón humano para tener a una aventurera por un ángel, convinieron tácitamente en que todo era efecto de una funesta casualidad, y no se volvió a tratar más del asunto.
Gustavo agitó una campanilla y se presentó un criado.
          — Coméis conmigo.
— No; estamos convidados para comer con el diputado de nuestro distrito.
Entonces no insisto, porque nada ganarías en el cambio. Ponte la mesa, muchacho.
—  Sabrás que nos batimos, dijo Moncada.
—  ¿Quiénes?
—  Tú y yo.
— No lo entiendo.
—  Así a lo menos se dice por Madrid.
— Y ¿cuál ha sido la ocasión de esa mentira?
—  Los gritos que tú diste en el salón de descanso y el aspecto desencajado y amenazante que llevabas cuando de nuevo apareciste en la orgía.
— De suerte que todas las gacetillas de la capital hablarán del lance.
—  Indudablemente.
  La infecundidad de los gacetilleros es el tormento de las personas conocidas.
Ya estaba puesta la mesa, y Gustavo empezó a comer con admirable apetito.

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