martes, 25 de junio de 2013

NOVELA DE LÓPEZ DE AYALA - 10

GUSTAVO (continuación)


CAPÍTULO III
Elena
…. Su alegría,
es el nacer del Sol; si mira triste,
es la tristeza, con que muere el día.
(Selgas.)

Antes de haber escuchado los saludables consejos del Tutor, con mucho recelo se hubiera presentado Gustavo delante de Elena, temeroso de que hubiera conocido en sus ojos la verdadera causa de su ausencia, y aunque él todavía no sabía darse cuenta de cuál había sido, por el conato que instintivamente ponía en ocultarla, debemos sospechar que no era muy buena. Pero se hallaba en este momento tan poseído de las sublimes máximas del tutor que conociendo que en su flexible fisonomía debía reflejarse lo que pasaba en su alma, no temía ya la mirada de la niña, esa terrible mirada de la mujer que nos ama y que lee en nuestros ojos el secreto más íntimo del corazón.
Ostentando en su frente los nobles sentimientos que le domi­naban, como pudiera una corona de laurel, se adelantó Gustavo a recibir á su hermanita, como él solía llamarla.
— ¡Perdón, Elena!: —la dijo, tomándole cariñosamente la mano.
— Mal empiezas, Gustavo; —respondió la niña, sonriendo con tristeza y dulzura— pues tu primera palabra indica que me has ofendido.
— ¡Ofenderte, Elena! ¡Grande deberá ser el castigo del que te ofenda!
— Mal demuestras que así lo crees, cuando tan poco cuidado pones en evitarlo. En fin, siéntate, si es que no estás deprisa.
Estas últimas palabras, después de dos días de ausencia, encer­raban toda la crueldad de que era capaz el corazón de Elena.
Sentaronse los dos: Elena en el sofá y Gustavo en la butaca más inmediata.
Reinó un momento de silencio, que entristeció profundamente el corazón de Elena. «Gustavo no sabía qué decirla»; esta idea helaba la sangre de la joven.
Mil veces en Salamanca había presenciado tranquila las profundas y silenciosas meditaciones de Gustavo: «Después me dirá lo que piensa», solía decirse; y halagaba dulcemente su orgullo el considerar que a su presencia concibiese el artista sus mejores pensamientos.
Hoy le observaba pensativo, y la pobre niña no se atrevía a preguntarle cuál era el objeto de sus meditaciones.          «Rompiose la celeste armonía que reinaba en nuestras almas, y Gustavo y yo ya no somos una misma cosa», dijo para sí, apoyando sobre una mano su cabeza, llena de melancólica hermosura.
Gustavo quería consolarla, pero era incapaz de mentir, y no podía pronunciar la palabra que Elena necesitaba para salir de su profunda tristeza,

Gustavo nunca había amado a Elena; si acaso, la había querido como a una hermana. La conoció antes de ser célebre, y entonces era imposible que él hubiese amado a ninguna mujer. Explica­remos esto. El hombre que ha concebido la ambición de la gloria, no puede concebir ninguna otra pasión secundaria; la satisfacción de todas la remite al día en que consiga satisfacer la principal; no quiere entonces exigir el amor de ninguna mujer, por que se figura que no ha de inspirarlo tan intenso, tan entusiasta, tan sublime, como el día que lo exija con la frente ceñida de lau­reles; se le figura que entonces no existe o consiste, sino que está traba­jando para nacer, y no quiere gastar su corazón, para entregarlo virgen a las grandes emociones que su gloria satisfecha ha de proporcionarle. Nunca Gustavo hubiera sentido dentro de su alma melodías tan dulces y melancólicas, si antes no hubiera conocido el sublime carácter de Elena. No puede un genio, por inspirado que sea, conocer en la soledad y por sí solo el corazón humano. Elena era un libro precioso donde el artista leía diariamente todos los misterios, todos los encantos, toda la gran­deza de un alma sublime y enamorada; muchos cantos, de su ópera no eran otra cosa que la sencilla expresión de los senti­mientos de Elena: todo su mérito consistía en haber sabido interpretar sus miradas; pero el insolente artista imaginaba que todos sus pensamientos eran hijos exclusivamente de su genio, y que Elena no era más que la casualidad que se los desarrollaba.

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