domingo, 20 de enero de 2013

COFRADÍA DE LA SOLEDAD DE GUADALCANAL, DURANTE EL SIGLO XIX. (3)



NOTAS PARA LA HISTORIA DE LA COFRADÍA DE LA SOLEDAD DE GUADALCANAL, DURANTE EL SIGLO XIX.
Por Germán Calderón Alonso
Revista de Guadalcanal año 1997

IV.        EL INFORME DEL VISITADOR ECLESIÁSTICO.

Era a la sazón visitador, como ya dijimos, D. José Gómez Jurado, párroco de Ntra. Sra. de los Ángeles de Bienvenida, villa santiaguista que también dependía del Priorato de San Marcos de León. El visitador, delegado por el gobernador eclesiástico de Priorato, había visitado Guadalcanal. El 18 de julio elevó un interesante informe desde la villa en la cual ejercía la cura de almas. Nos interesa, y mucho, lo que cuenta pues entendemos que, en principio, es la parte neutral en este engorroso conflicto. En primer lugar dice que acudió ante él D. Ignacio Vázquez pidiendo la concurrencia a la procesión de ambas parroquias. El visitador se informó, sabiéndolo D. Antonio Calleja, comisionado de la hermandad, y dijo que ambas no asistían  porque la cofradía no tuvo el detalle y la urbanidad de invitarlas. Por otro lado, y aquí aparece un claro indicio de la razón que asistía al visitador para mostrar la poca disposición que tenía hacia la hermandad, informa que la corporación que había asistido a la audiencia fue “bien pública y escandalosa”. Luego D. José Gómez nos da noticias muy interesantes sobre esta confraternidad:
1.- Destaca primeramente que se compone de las “personas principales” de la villa por lo cual decidió inspeccionarla en los últimos días de su labor, lo cual él consideraba una deferencia.
2.- Tras mandar un oficio para que asistieran a la visita, los hermanos no fueron y tras una junta enviaron una comisión compuesta por el ya citado mayordomo D. Ignacio Vázquez, D. José Sánchez Vida y D. Manuel Tristán, la cual expuso, nada más y menos, que no creía estar en el caso de someterse a la visita. También exponía que existía la corporación por sí sola, sin públicos cuestores. A su vez dijeron que poseían nuevas constituciones y por último que resistirían a todo trance el “conocimiento” de cualquier juez eclesiástico. La verdad es que se nos escapa cuales serían las pretensiones de los cofrades con tan franca insubordinación, que no podía ni antes ni hoy, quedar impune.
3.- Ante este estado, lo menos que puede decir el visitador es que las pretensiones del Sr. Sánchez en nombre de la corporación, eran erradas y pueriles y que incluso el eclesiástico “más ignorante y estúpido cerraría los labios de tan débil opositor”. Lo cierto es que, según él, actuó de una manera paciente y mansa e intentó adoctrinar y convencer a los hermanos de su error. Resultó que manifestaron que deseaban que autorizara sus papeles, por tanto le entregaron el libro de cuentas y viéndolo, advirtió que las últimas reglas no estaban autorizadas, por lo cual procedió a hacerlo, advirtiéndole una cuestión muy interesante y que hoy se nos antoja elemental: les pidió que firmaran tanto las actas como las cuentas, pues había alguna que no lo habían sido.
4.- Por otra parte destaca el visitador, que la cofradía no sólo se mantenía de las limosnas de sus miembros, pues en dos o tres años aparecían nombrados pedidores públicos para recoger limosnas. O sea, se recurría a un medio muy habitual aún en nuestros días para mantenerse, el nombramiento de demandantes.
5.- Pero luego sobrevinieron los enredos, pues una vez censuradas las cuentas, se llamó a la cofradía, acudiendo la comisión ya citada que, contrariamente a lo ocurrido en su primera comparecencia, se enfrentó al visitador diciendo que semejante intervención eclesiástica era “contraria en todo a las Leyes del Reino”. El juez, como es lógico, alegaba que este tipo de acciones propias de la visita se encontraban recogidas en las constituciones sinodales del Priorato y en la de todos los obispados españoles. Los osados hermanos argüían  de nuevo que no necesitaban el permiso de juez eclesiástico alguno y se bastaban sólo con el permiso de la autoridad local para procesionar. Todo ello se nos antoja una actitud ilógica y rebelde. El visitador le reiteró sus razones y adujo algunas nuevas, intentando en vano convencerles de que para gozar las indulgencias y privilegios concedidos por los Papas, y que encabezaban el libro de la cofradía, era indispensable permanecer sumisos a la autoridad de los jueces eclesiásticos. Así servían a Jesús y a su Madre. D. José Sánchez  contestó, nada menos, que la cofradía no quería las gracias espirituales y que su culto era sólo exterior. Ante esta postura que, desde luego, suponemos que no pudo menos que enfadar enormemente al visitador, éste hace una pregunta retórica: “no prueba esto lo que informan sus señores tenientes de cura?”.
Después el visitador pone de punta de perejil a los cofrades. La verdad es que, en principio, parece que no es para menos. Merece la pena copiar sus lamentos: “Oh cuan cierto es, aunque harto triste creerlo en los cofrades o hermanos de la más humilde, obediente de todas las criaturas a la voz de un simple sacerdote podrá esta Señora llamar hijos y proteger a semejantes devotos ¿llevará ante el trono de su Hijo las oraciones que estos le dirijan?, cuan cierto es que en vez de obsequiarla la contristan, la ofenden, la deprimen, y que se abstengan de pedir a su Hijo Divino por semejantes cofrades, para no ser reconvenida por estas duras palabras: “Este pueblo me honra con los labios, y su corazón está lejos de mí, no puedo acceder a sus súplicas”.
Nos encontramos, pues, con un grupo de cofrades díscolos y rebeldes ante la autoridad eclesiástica como ha sido muy común a lo largo de la historia. En este caso, la sublevación era grande y quizás se apoyaba en el ambiente general reinante en España. El visitador usa argumentos teológicos tachándolos de desafectos a la misma Virgen María, que veneraban con el título de Soledad. Siguió intentando instruirlos, como dice San Pablo, y el fruto fue que quedaron al parecer convencidos y le suplicaron que les diera una “censura de flores”, que no hemos podido averiguar lo que era y una lista de gracias. Ahora bien, no reconocían derecho alguno de visitador por lo que éste, lógicamente enojado, no accedió a sus pretensiones. Y le recordó, citando a San Pablo, que en vez de cumplir sus obligaciones, hacían lo contrario. Tres días les dio a los tercos hermanos para cambiar, y a su término se presentó el secretario, el presbítero D. José Prieto, que era también uno de los más antiguos, rogándole que no tomara las medidas que merecían los cofrades, pues podía asegurarle que a excepción de muy pocos, todos se sometían a la autoridad eclesiástica. Otros de ellos le aseguraron lo mismo, por lo cual “usando de la lenidad evangélica, hija de aquel Dios que por sólo un fruto perdona millares de culpados”, les devolvió el libro de cuentas que recogió del citado secretario.
A pesar de eso, cuando dirigió oficio de despedida a D. Ignacio Vázquez como teniente de alcalde primero, “y ya más bien con el pie en el estribo y concluido mi cometido”, el mismo secretario le enseñó una carta en la que el expresado municipe y mayordomo de la corporación decía que ésta había llevado muy mal la pacífica gestión del presbítero Prieto, considerando que había humillado a la hermandad, y que hiciera saber. Como veremos, la mediación clerical no fue bien recibida. El visitador dice que ya no era tiempo para proceder, aunque consideraba que la oposición no era muy grande. Después dice que todo ello se lo había dicho verbalmente al mismo secretario del tribunal de las Órdenes, al cual ahora se dirigía, reiterándole lo extraño que era que, aunque se resistían a la autoridad que él ejercía como visitador y representante del tribunal, se dirigían a éste en súplica de gracias, pidiendo como si fuera una corporación “religiosa” cuando, en el fondo, no reconocen superior. En resumidas cuentas, que le extrañaba o parecía una desfachatez muy grande, que se arrogaran el título de “sociedad cristiana” los que rompían  los lazos que la unían a ésta y los reducían a la nada, cuando les venía bien. Tras esta exposición tan prolija e interesante el visitador pedía al gobernador eclesiástico que informara al tribunal “con el mayor acierto”.

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