sábado, 15 de octubre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 55

«El Clamor» empieza diciendo que mi drama es malo; pero tiene al fin la galantería de confesar que tengo felicísimas disposiciones. «La Nación» me concede, a pesar de todo, «dotes para conquistarme lauros imperecederos». Sólo el señor Ochoa me ha juzgado tan despreciable que ni aun le he merecido esas frases de pura cortesía que siempre se dirigen a un joven que aparece en público por primera vez. Empieza diciendo que mientras más lee mi drama, le parece peor, y acaba asegurando que vale poco. Dios lo confunda.

Al poco tiempo publicaron las mismas críticas y en los mismos periódicos tres artículos sobre diferentes autores. «El Clamor» aseguraba en el suyo que María o la hija de un jornalero es una perla de inestimable valor. «La Nación» daba a entender que Magariños Cervantes es mejor novelista que Dumas, y el señor Ochoa, lleno de alborozo y dándole mil parabienes, ponía sobre su cabeza las poesías de don Heriberto García de Quevedo. Si esto no es bastante a destruir la fe más profunda, que venga el demonio y lo diga. Usted con su silencio está haciendo más daño que todos éstos con lo que han dicho; pues habiendo prometido su crítica, antes de salir las suyas, y callándose ahora, no parece sino que usted se ha convencido por sus razones de que era injusta la causa que iba a defender. Escriba usted pronto y esto más tendrá que agradecerle su amigo que más le estima,

Adelardo L. de Ayala

Tenga usted la bondad de ofrecer mis respetos al señor Conde de San Luis y de decirle que estoy estudiando con escrupulosidad la historia de Felipe II, para escribir una tragedia, que pienso dedicarle, como único medio que tengo de manifestar que no olvido las atenciones que le soy en deber. Contésteme usted lo más pronto que sus ocupaciones se lo permitan.

Junio, 20. El sobre por Sevilla, Guadalcanal.

Apéndice,- Mucho me han criticado el título del drama, diciendo que don Rodrigo no es un hombre de estado. Es verdad. Yo no lo puse porque bajo esta forma se le representaba a don Rodrigo la satisfacción de su orgullo y de su ambición. Crítico ha particularmente de provincias, que dice que variándole el título al drama no dirían nada.» (Por la Sonia : M. Artigas.)

Pretendió, sin duda, el autor de Un hombre de Estado hacer una biografía más o menos poética de don Rodrigo Calderón. Poseía sobrados ingredientes para ello; el personaje había escalado desde su origen humilde las alturas de la privanza del Rey. El Marqués de Siete Iglesias resultaba adornado de cualidades de audacia y valor; un aventurero trepando por las gradas del trono. La voluntad del monarca era débil, y el suplantarla por la suya, cuestión de constancia. Esto es lo que vio Ayala en el personaje como uno de los principales méritos. Quiérese decir que hay un drama en don Rodrigo; éste pudiera ser el de la ambición, tema muy grato al dramaturgo, eterno ambicioso de honores, fortuna y poder. Cuando el protagonista cobra perfil romántico, inevitable en sus pretensiones amorosas, queda un poco frío y desvaído; una retórica hueca y altisonante sustituye a la sinceridad del corazón, precisa y urgente en todos los enamorados del mundo. Pudo haber sido una biografía, al modo de don Álvaro de Luna, si de verdad la crueldad del desengaño, tan apto al drama calderoniano, se nutriera de dichas esencias; pero todavía se vislumbraba el rasgo romántico en esta obra. Y don Rodrigo no podía ser un símbolo de las grandezas que pasan.

Pudo haber percibido el aliento de Shakespeare, aún palpitante en la obra de Tamayo, por distintos caminos antes de construir la alta comedia burguesa, tan plena de filosofía de salón. Pero no llegó a esa altura. ¿Por qué? Sin duda, el excesivo retoricismo capaz de ahogar toda imitación. En uno de los pasajes más apasionados entre doña Matilde y don Rodrigo, léese lo siguiente:

«DON RODRIGO:

No, no, para merecer

ese amor que yo bendigo,

quiero honor, fama y poder.

DOÑA MATILDE:

¡Qué mal comprendes Rodrigo,

el alma de una mujer!

El amor que ardiente anima,

a renunciar fausto y nombre,

es, Rodrigo, y no te asombre,

la prenda que más sublima,

a nuestros ojos, a un hombre.

Mas quédate; no he querido

que bajes de tu alta esfera;

tu pecho me aborreciera

luego, al verse detenido

por mi amor en su carrera.

Ni tú pudieras creer

que una amorosa pasión

compensase el corazón

lo que perdiste en perder

los sueños de su ambición.

A. II, esc. XX.

No hay comentarios: