jueves, 29 de septiembre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 47

«Se paseaba por las calles de Madrid, con muestras de muy ufano, gallardo y venturoso caballero. El sol iluminaba su alegría, según el hermoso verso de Espronceda. Si al pasar por delante de alguna soberbia fachada, llegaba a sus oídos el armonioso acento de algún piano, él se daba a entender que debía expresar el pensamiento amoroso de la bella que con delicada mano lo pulsaba, y se dejaba enternecer dulcemente por su agradable melodía.

Las aéreas y gentiles mujeres que descendían al Prado en sus gallardas carretelas forradas de seda blanca y arrastradas por fogosos y espumantes corceles, representaban en su momento la verdadera imagen de la madre del Amor, apareciendo en su concha de plata en medio de las espumas del mar; y, finalmente, hasta la inarmónica murga que salía encontrar en las calles, marcaba en su fisonomía la expresión del entusiasmo, la ternura o la ira, según la tocata que sus mugrientos músicos se empeñaban en destrozar.» (Cap. II.)

Después que Gustavo volvió a casa y conversó con sus dos inseparables amigos (Arrieta y Ortiz de Pinedo, -son evidentes las alusiones autobiográficas-), uno de ellos dice:

«Dos mujeres te aman, dos amigos te quieren...» «hazte diputado, adquiere tanta malicia como talento tienes y yo te juro que serás ministro. Sí, Gustavo: la ambición es la pasión más digna del corazón humano. Ella no es otra cosa que la satisfacción de todas las pasiones.» «Satisface tu ambición; que tu amada te vea en ruedas de marfil y envuelto en sedas, y nunca apartará las ojos de los tuyos. ¿Anhelas la gloria? Levántate un pedestal y habla sobre él a la muchedumbre, y serás escuchado con asombro.»

Otro amigo, Moncada, le dice: «Gustavo, tú has nacido para dominar la muchedumbre, y es más noble y generoso que la domines con la frente ceñida de una corona de laurel, que de una de oro.»

El diálogo transcurre durante la comida, al parecer, en la casa de huéspedes. Al terminar al café suizo, para encontrar al diputado que los protege. En el camino encuentran al. Conde de San Román, quien le da un atinado consejo: «Todos los instantes de la vida pueden igualmente aprovecharse en beneficio de la virtud; los instantes del placer son breves; huyen y nunca vuelven.»

Gustavo va a casa de Elena:

«El suelo está cubierto de una estera de junco. Las flores de los fanales, y algunos retratos de familia sacados en miniatura, recuerdan la habilidad de las lindas manos de Elena. A la izquierda hay dos anchos balcones, cuyas puertas están cubiertas de pabellones blancos y encarnados; los visillos que cubren los cristales son chinescos, y dando paso a la luz, dibujan en la fachada de enfrente sus caprichosas labores. En el espacio que media entre los dos balcones, hay una mesa cubierta por mil juguetes de china y de preciosas conchas y caracoles de América. Sobre esta mesa está colocado el bellísimo retrato de una niña, que empieza a ser mujer sin dejar de ser ángel. En el testero de enfrente hay blanda sofá, rodeado de cuatro elegantes butacas; sobre todo se ostenta una bellísima copia del Pasmo de Sicilia, y varios otros cuadros religiosos cubren el resto de las paredes, que, vestidas de un papel rojo, bardado de grandes ramos negros, e imitando perfectamente el relieve de terciopelo, reflejaba sobre los objetos una luz indecisa y agradable.» (Cap. III).

Gustavo quiere a Elena como a una hermana, y sólo cuando sorprende en casa de ella al Conde de San Román, siente celos. Va a ver en esto a cierta Condesa, que no es la de San Román, y da lugar a una minuciosa descripción del Palacio: alfombras, mármoles de Carrara, almohadones, etc. Hay notas muy finas y delicadas en la descripción del «boudoir»:

«En los cuatro ángulos de la estancia hay cuatro medias columnas de blanquísimo mármol, encima de las cuales, se ostentan riquísimos floreros de China, coronados de aromáticas rosas. Dos anchos estantes de oloroso cedro, encierran las caprichosas invenciones de la moda; cuatro lunas de Venecia les sirven de puertas. En el techo, con arrogante pincel está retratada una risueña deidad coronada de flores, que representa la frescura, el encanto y el armónico estruendo de la Primavera.

Reina en toda la estancia un agradable desorden de que nacen las imágenes más vivas. Aquí unas lindas y breves zapatillas manifiestan el delicado pie que han aprisionado; más allá, un vestido de seda nos habla de una cintura delgada y de un talle flexible; otro, de pesado terciopelo, lo han arrojado encima de un sofá; el aire, al caer, hinchó los pliegues del pecho y denuncia a la vista las delicadas y redondas formas que ha cubierto. En la estancia vecina, y a través de un pabellón encarnado, se descubre un lecho revuelto. En todas partes, los sentidos enajenados respiran la hermosura de aquella mujer.» (Cap. VIII).

Aparte de los amores de Gustavo con Elena y la Condesa, hay episodios de la baja picardía, como la hazaña de Roberto, favorecido por doña Martina, especie de amparadora y encubridora de amoríos; o la historia de Julián, (Cap. XII), y la orgía, que llega hasta el fin de la novela, y en realidad, pudieran ser artículos de costumbres de Larra, así por ejemplo, el establecimiento de doña Martina, con sus tres pupilas: Fernanda, Ramíra y Ángela.

Difícilmente podrá averiguarse cuánto hay de autobiografía en Gustavo, obra de la juventud, evidente; pero una juventud con una cierta madurez; no olvidemos que Ayala sólo vive 50 años, y que a los 22 ha estrenado Un hombre de Estado; no olvidemos tampoco, que en esas fechas, comienza sus amoríos con Teodora; el Epistolario queda incompleto, acaso se pierde, o alguien oculta el resto, cuando el autor tiene 38 años, De Gustavo tampoco tenemos la segunda parte. Pudo ser ésta una novela de tipo fantástico, al modo de El final de Norma, pero pudo más el recuerdo, es decir, la saciedad vivida por el autor, que desde un rincón de pueblo va a Madrid, a merecer. Parece que el protagonista es el propio Ayala y sus amigos; pero, ¿quién es Elena? ¿Quién la Condesa, quién el Conde de San Román? Y, sin embargo, es real, absolutamente real el interior de aquellos salones y gabinetes de las damas, donde el autor mujeriego fue recibido por aquellas adoradas: mármoles, espejos, alfombras, sedas y brocados, forman este ambiente, en contraste con el envés de prostíbulo y suburbio, con que alterna la obra, y no puede negarse que ambas le son igualmente gratas.

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