viernes, 23 de septiembre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 44

Por nada, ni en ocasión alguna, veréis descompuesto el aspecto simpático y enérgicamente firme de don Adelardo López de Ayala. Siempre está lo misma, la misma fue siempre, morirá lo mismo. Ha hecho, sin duda, un estudio de la estética de su persona y, convencido de que así está bien, de que así llama la atención de ellos y de nosotros, de que así debe ser un gran poeta y un digno Presidente, aunque la moda cambia a toda hora sus caprichos, Ayala dice para la suya: «Ni Dios pasó de la Cruz, ni yo de mi pera, mi bigote y mi melena.»[1].

Se le reprocha a don Adelardo, como orador, no tener facilidad y soltura en la palabra; y no falta quien añadía que era tardo y premioso; que cada palabra le costaba mucho esfuerzo y, por último -lo más crudo que de él se decía-, que su estómago trabajaba más que el pulmón. ¿Cuál, en estas condiciones, era el secreto de su oratoria? La voz, dicen que era ronca, profunda, oscura, de graves registros; pero, en cambio la acción, quizá lo era todo; ademanes tribunicios, severos, estudiados, casi lindero con el arte dramático; su aspecto grave sin ser afectado y, en cuanto a la dicción, de lo más puro, bello y armonioso, en habla castellana.

Elegido Presidente del Congreso en 1876, al tomar posesión del cargo, pronuncia un discurso tenido como modelo de la oratoria en su género: galanura, corrección, vigor de tono, y, más que nada, el escritor, el hablista de buen castellano: «No a impulsos de rutinaria modestia, sino movido de profundo convencimiento, yo me detendría gustoso, a manifestaros cuán inferior me juzgo al sitio en que me encuentro; pero a falta de otras cualidades, tengo la de comprender con mucha claridad y sentir con grande vehemencia la dignidad y el prestigio del alto puesto con que me habéis honrado, y creo que una vez colocado en este sitio por vosotros, no me es lícito detenerme a demostrar la escasez de mis merecimientos, la injusticia de vuestros votos, y debo pasar de largo sobre este asunto, aventurándome a parecer soberbio de puro comedido y respetuoso.»

Nada, en resumen, sino un párrafo de acción de gracias, y la habitual modestia en estos casos; pero dicho todo, no sólo correctamente, sino también, medido y bien colocadas cada una de las palabras.

Con ocasión de saludar en el Congreso a la representación de Cuba, Ayala les dirigió la siguiente alocución: «Bienvenidos sean, señores diputados, a intervenir con sus hermanos de la Península en todos los negocias de la monarquía, los representantes de la gran Antilla.

La madre patria los recibe con los brazos abiertos, que hace ya tiempo que tenía acordado el derecho de que ahora se posesionan; consignado está en la Constitución vigente; guerra fratricida impidió su ejercicio; la paz lo facilita; y pues han nacido con la paz, bienvenidos sean a ayudarnos a consolidarla, a armonizar todos los intereses, a crear nuevos vínculos y a persuadir a todos que la sangre vertida no nos divide, porque toda ha brotado del mismo corazón, y antes nos une y estrecha con los lazos del común dolor que nos inspira.»

Por estas dos pruebas de su actuación oratoria, puede comprobarse el alcance que tendrían sus discursos. Desde la famosa defensa de EI Padre Cobos, hasta la oración fúnebre por la muerte de la Reina, se desarrolla, constante y lisa, su línea oratoria; con aquella característica vacilación al comenzar el difícil punto de arranque y con las enormes lagunas en que a veces solía caer hacia la mitad del discurso.

Aun sus biógrafos y comentaristas no han ocultado sus defectos, y esto quizá sirve para elevar mucho más el indudable trabajo, el tesón, y la voluntad que puso en el ejercicio de la oratoria.

«Ignoro si Ayala, -escribe Cañamaque-, es hombre de una sólida y profunda ilustración política. Inclínome a creer que no, porque su pereza no le habrá permitido estudiar, ni sus versos meterse en filosofías. Y como sus discursos son pocos y en ellos en ninguno campea la erudición, me parece que acierto diciendo que su talento es grande, su perspicuidad notable, su intuición profunda... Ayala es un gran orador, si bien algo dramático, acaso por sus relaciones teatrales, por su amor a las tablas; su voz es, ya lo he dicho, un poquillo oscura; su enunciación, tarda y premiosa; su aspecto en la tribuna, grave y digno; su palabra, pura, galana y correcta cual no otra.»

Había, pues, que verlo y medirlo como orador en conjunto; mejor dicho, en la misma y coordinada línea que se extiende a toda su producción. En cuanto al fondo, quizás, en efecto, no hubiese gran contenido político, básicamente político, pero sabía cómo debería presentar alguna de las cosas para el mejor efecto. Téngase en cuenta que, de no ser Núñez de Arce, no hubo poeta que escribiese más documentos políticos, y de un mayor efecto en el momento de ser proclamados; es autor del manifiesto del 68 y es, también, de la alocución del Rey a los soldados del batallón de Somorrostro. Ello prueba, no ya la facilidad de su pluma, sino también la eficacia; condiciones ambas que le fueron reconocidas y por ellas solicitado, siempre que las circunstancias lo exigían.

Vencíale la forma; pero esto no pudiera ser un defecto suyo tan sólo, sino de toda la época de oratoria desatada, brillante y efectista. Ninguno de aquellos párrafos esmerilados se recordarán, si no es como signo representativo de su tiempo.



[1] Cañamaque, F. Los oradores de 1869. Madrid, 1879, págs. 5 y 6.

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