jueves, 1 de septiembre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 33

Según parece las conservaba el mismo Ayala, sin decir dónde, ni cuándo, ni como las halló; lo que hace presumible que puede haber muchas más, que no han sido publicadas por desconocer su paradero o bien porque no conviene y no ha llegado aún el tiempo de revelar más detalles de la vida de un gran hombre. Las que se publican, que abarcan un período de 1852 a 1867, son muy útiles para la biografía del poeta y, sobre todo, para la historia literaria y artística de su tiempo. Pérez Calamarte oculta el nombre de la mujer a quien van dirigidas, dejando tan sólo la inicial T, pero en una de ellas transcribe el nombre completo: Teodora, y en otra alude a Bárbara, hermana de ésta, y es actriz, y escribe una obra para su beneficio... ; en fin, todas las circunstancias coinciden en que esta actriz sea Teodora Lamadrid. A ella le da cuenta de sus triunfos y sus derrotas y, en momentos de duda y de incertidumbre, acude a ella solicitando consuelo, quizá consejo; es un Ayala enteramente distinto del triunfador hombre político y del dramaturgo. Mucha de la densidad acaramelada que destilan no sabemos hasta qué punto san obra del amor, o bien el interés quien las dicta, pues era utilísimo para él, sobre todo cuando comienza, estar en buena relación con una artista genial. Por otra parte, Teodora -eso se ve claramente en las pocas cartas que de ella hay en la colección- había sido muy desgraciada en su matrimonia con el profesor italiano de canto Basili y con sus hijos, y, sobre todo, estaba cansada de la lucha que diariamente supone el teatro; en las últimas, anuncia su deseo de retirarse y aun de irse a vivir cerca de Guadalcanal, y envía regalos para la madre y hermanas de Ayala ; y éstas, a su vez, devuelven tales atenciones con otros presentes... El caso es muy curioso. ¿Hasta donde llegó este amor? En 1867 se acaban las cartas: ¿Se interrumpió el idilio? ¿Se había perdido cuando el poeta empezaba a escalar los primeros puestos? Teodora, en 1870, hace una tournée por Ultramar; más tarde se retira. En el éxito de Un hombre de Estado, El tejado de vidrio y El tanto por ciento, Teodora tuvo parte principalísima; pero después, en Consuelo, ya no fue ella, sino Elisa Mendoza Tenorio. Si se había retirada de la escena, acaso todavía no figuraba como profesora en el Conservatorio, en sustitución de Matilde Díez, cargo que desempeñó hasta su muerte, ocurrida el 21 de abril de 1896; pero cuando muere Ayala en 30 de diciembre de 1879 no figura Teodora Lamadrid en la relación de las personas que enviaron coronas al poeta.

Todo hace creer que el enigma romántico, que lo envuelve en estas cartas, está solamente desvelado.

Mejor que cuanto podamos comentar del mismo, es que transcribamos algunos fragmentos, suprimida la espesa cargazón amatoria que ahoga, en más de un momento, el sentida recto y liso de cada una de las epístolas.

No olvidemos sus palabras en la Elegía a la muerte de una amiga:

Una de esas mujeres misteriosas,

amparo y luz del alma dolorida?»

¿Quién no ha encontrado, como yo, en la vida?

Eso es lo que la mujer pudo representar en la vida de Ayala.

La primera carta parece una reconciliación tras las luchas de amores: y celos. Mucha retórica vulgar, al modo de las obras teatrales.

«Yo quiero en este momento penetrar en el fondo de mi alma; solo así podría recompensarte de todas las amarguras que te he causado... » «... Cuando, a pesar de mi insensata resolución, no puedo resistir el deseo de verte; cuando me encontré en tu presencia, te juro bajo palabra de honor que, a pesar de lo mucho que me has hecho sufrir, no puedo mirarte con rencor, ni un instante siquiera; repentinamente me sentí trasladado a los tiempos más felices de nuestro amor: me figuré que se estaba representando la refundición del Trovador, cuando mi idolatrada Leonor, después de muerta, abría los ojitos para verme a mí; inverosimilitud dramática que me hacía el hombre más venturoso de !a tierra. Salí, pues, del teatro ansioso de escribirte, y te juro sólo me contuvo el exceso de mi amor.»

«Ahora me alegro infinita que hayamos sido tan insensatos que nos propusiéramos por un momento olvidarnos mutuamente; para que, persuadidos de que es imposible, no volvamos nunca a intentarlo.»

En la II dice que la ha de ver el sábado.

En la III habla de la Universidad y de su madre, doña Matilde Herrera y L. de Ayala, a quien el poeta dedicó Consuelo en 1878.

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