jueves, 29 de septiembre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 47

«Se paseaba por las calles de Madrid, con muestras de muy ufano, gallardo y venturoso caballero. El sol iluminaba su alegría, según el hermoso verso de Espronceda. Si al pasar por delante de alguna soberbia fachada, llegaba a sus oídos el armonioso acento de algún piano, él se daba a entender que debía expresar el pensamiento amoroso de la bella que con delicada mano lo pulsaba, y se dejaba enternecer dulcemente por su agradable melodía.

Las aéreas y gentiles mujeres que descendían al Prado en sus gallardas carretelas forradas de seda blanca y arrastradas por fogosos y espumantes corceles, representaban en su momento la verdadera imagen de la madre del Amor, apareciendo en su concha de plata en medio de las espumas del mar; y, finalmente, hasta la inarmónica murga que salía encontrar en las calles, marcaba en su fisonomía la expresión del entusiasmo, la ternura o la ira, según la tocata que sus mugrientos músicos se empeñaban en destrozar.» (Cap. II.)

Después que Gustavo volvió a casa y conversó con sus dos inseparables amigos (Arrieta y Ortiz de Pinedo, -son evidentes las alusiones autobiográficas-), uno de ellos dice:

«Dos mujeres te aman, dos amigos te quieren...» «hazte diputado, adquiere tanta malicia como talento tienes y yo te juro que serás ministro. Sí, Gustavo: la ambición es la pasión más digna del corazón humano. Ella no es otra cosa que la satisfacción de todas las pasiones.» «Satisface tu ambición; que tu amada te vea en ruedas de marfil y envuelto en sedas, y nunca apartará las ojos de los tuyos. ¿Anhelas la gloria? Levántate un pedestal y habla sobre él a la muchedumbre, y serás escuchado con asombro.»

Otro amigo, Moncada, le dice: «Gustavo, tú has nacido para dominar la muchedumbre, y es más noble y generoso que la domines con la frente ceñida de una corona de laurel, que de una de oro.»

El diálogo transcurre durante la comida, al parecer, en la casa de huéspedes. Al terminar al café suizo, para encontrar al diputado que los protege. En el camino encuentran al. Conde de San Román, quien le da un atinado consejo: «Todos los instantes de la vida pueden igualmente aprovecharse en beneficio de la virtud; los instantes del placer son breves; huyen y nunca vuelven.»

Gustavo va a casa de Elena:

«El suelo está cubierto de una estera de junco. Las flores de los fanales, y algunos retratos de familia sacados en miniatura, recuerdan la habilidad de las lindas manos de Elena. A la izquierda hay dos anchos balcones, cuyas puertas están cubiertas de pabellones blancos y encarnados; los visillos que cubren los cristales son chinescos, y dando paso a la luz, dibujan en la fachada de enfrente sus caprichosas labores. En el espacio que media entre los dos balcones, hay una mesa cubierta por mil juguetes de china y de preciosas conchas y caracoles de América. Sobre esta mesa está colocado el bellísimo retrato de una niña, que empieza a ser mujer sin dejar de ser ángel. En el testero de enfrente hay blanda sofá, rodeado de cuatro elegantes butacas; sobre todo se ostenta una bellísima copia del Pasmo de Sicilia, y varios otros cuadros religiosos cubren el resto de las paredes, que, vestidas de un papel rojo, bardado de grandes ramos negros, e imitando perfectamente el relieve de terciopelo, reflejaba sobre los objetos una luz indecisa y agradable.» (Cap. III).

Gustavo quiere a Elena como a una hermana, y sólo cuando sorprende en casa de ella al Conde de San Román, siente celos. Va a ver en esto a cierta Condesa, que no es la de San Román, y da lugar a una minuciosa descripción del Palacio: alfombras, mármoles de Carrara, almohadones, etc. Hay notas muy finas y delicadas en la descripción del «boudoir»:

«En los cuatro ángulos de la estancia hay cuatro medias columnas de blanquísimo mármol, encima de las cuales, se ostentan riquísimos floreros de China, coronados de aromáticas rosas. Dos anchos estantes de oloroso cedro, encierran las caprichosas invenciones de la moda; cuatro lunas de Venecia les sirven de puertas. En el techo, con arrogante pincel está retratada una risueña deidad coronada de flores, que representa la frescura, el encanto y el armónico estruendo de la Primavera.

Reina en toda la estancia un agradable desorden de que nacen las imágenes más vivas. Aquí unas lindas y breves zapatillas manifiestan el delicado pie que han aprisionado; más allá, un vestido de seda nos habla de una cintura delgada y de un talle flexible; otro, de pesado terciopelo, lo han arrojado encima de un sofá; el aire, al caer, hinchó los pliegues del pecho y denuncia a la vista las delicadas y redondas formas que ha cubierto. En la estancia vecina, y a través de un pabellón encarnado, se descubre un lecho revuelto. En todas partes, los sentidos enajenados respiran la hermosura de aquella mujer.» (Cap. VIII).

Aparte de los amores de Gustavo con Elena y la Condesa, hay episodios de la baja picardía, como la hazaña de Roberto, favorecido por doña Martina, especie de amparadora y encubridora de amoríos; o la historia de Julián, (Cap. XII), y la orgía, que llega hasta el fin de la novela, y en realidad, pudieran ser artículos de costumbres de Larra, así por ejemplo, el establecimiento de doña Martina, con sus tres pupilas: Fernanda, Ramíra y Ángela.

Difícilmente podrá averiguarse cuánto hay de autobiografía en Gustavo, obra de la juventud, evidente; pero una juventud con una cierta madurez; no olvidemos que Ayala sólo vive 50 años, y que a los 22 ha estrenado Un hombre de Estado; no olvidemos tampoco, que en esas fechas, comienza sus amoríos con Teodora; el Epistolario queda incompleto, acaso se pierde, o alguien oculta el resto, cuando el autor tiene 38 años, De Gustavo tampoco tenemos la segunda parte. Pudo ser ésta una novela de tipo fantástico, al modo de El final de Norma, pero pudo más el recuerdo, es decir, la saciedad vivida por el autor, que desde un rincón de pueblo va a Madrid, a merecer. Parece que el protagonista es el propio Ayala y sus amigos; pero, ¿quién es Elena? ¿Quién la Condesa, quién el Conde de San Román? Y, sin embargo, es real, absolutamente real el interior de aquellos salones y gabinetes de las damas, donde el autor mujeriego fue recibido por aquellas adoradas: mármoles, espejos, alfombras, sedas y brocados, forman este ambiente, en contraste con el envés de prostíbulo y suburbio, con que alterna la obra, y no puede negarse que ambas le son igualmente gratas.

martes, 27 de septiembre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 46

«Inquieto, vacilante, confundida

con la múltiple forma del deseo,

impávido una vez, otra corrido

del vergonzoso estado en que me veo,

al mismo Dios contemplo arrepentido

de darme sus almas que tan mal empleo;

la hacienda que he perdido no era mía,

y el deshonor los tuétanos me enfría.»

La Epístola a Zabalburu, mucho más exterior, tiene calidad épica en la evocación de 1866:

«¡Siento chocar las piedras removidas,

y del odio las torvas construcciones,

cerrando el paso, vomitar erguidas

tiros, blasfemias, risas, maldiciones!

Vertido, en fin, en medio de la plaza,

el interior de infectos corazones,

escucho la colérica amenaza

de turba de clamores (que ahora lleva,

sumisa, como mi perro, la mordaza);

y que mengua el furor y se renueva;

y el grito siempre informe y repulsivo,

de soldadesca vil que se subleva.

Y enronquece bramando el odio vido,

y dominar el alto clamoreo

la indignación de bronce repulsivo.»

Síguenle en entonación lírica las Elegías: A la memoria de mi amada doña Rafaela Herrera de Pérez de Guzmán y A la muerte de mi amiga la señorita doña Vicenta Quintano y Quiñones; las leyendas, de tipo histórico-romántico, a lo Campoamor y Zorrilla, Los dos artistas y amores y desventuras, sobre don Rodrigo y Florinda; los Romances y Letrillas: la Musa picaresca y El sueño. Y, por último, lo que más hubiera deseado tener originalidad: Versos a mí mismo, Mi cuaderno de Bitácora, La semana que viene, Aviso a mi persona, La pluma, Invocación al segundo acto de «Consuelo», que es lo más próximo a sus proyectos de comedias y de todo su teatro.

De su calidad de Ayala como poeta, Pedro Antonio de Alarcón escribió que las Epístolas bastan para acreditarle de soberano poeta lírico.

El prosista

Entre las primeras obras, probablemente escritas y concebidas en su juventud, figura la novelita titulada: Gustavo, que no aparece en la colección de 1881-1885.

Fue presentada a la censura en 1852, cuando Ayala tenía veinticuatro años, y prohibida después. De ella dan noticia Fitzmaurice-Kelly y Cejador, asegurando que tiene una segunda parte que no se publicó. La obra en sí no posee grandes méritos, ni en lo descriptivo, ni en la concepción del tema, personajes y cuadros; parece, sin embargo, que tiene propósito ambicioso y que el autor sueña con una gloria de poder y prestigio, que cree ya tocar con las manos; es decir, una especie de autobiografía, no exactamente adaptada a la dimensión y propósito de cuanto fue vida real del autor, sino mucho más allá; y esto explica el tono de amargura y desaliento que no deben ser considerados como resabio romántico; más bien reflejo de una bohemia del siglo XIX, y como tal tiene el interés de documento histórico.

Coincide la fecha de la novela con los éxitos iniciales de Ayala; el año anterior había dado a la escena, con éxito, Un hombre de Estado, y era el momento de sus relaciones literarias con Bretón de los Herreros, Hartzenbuscl: Gil y Zárate, Fernández Guerra, Cañete, Campoamor, Ortiz de Pinedo y Arrieta, en el Parnasillo del Café del Príncipe. De todos hay un reflejo, pero muy especialmente de los dos últimos, que, con el protagonista, sostienen en el diálogo la pequeña acción de las aventuras amorosas, hasta llegar a la descripción, teñida de un tremendismo de adolescente, de los cuadros de burdel. Sin duda, Ayala, como otros tantos novelistas de su tiempo, creía muy necesario rectificar el perfil sensiblero que había adquirido la novela en la primera mitad del siglo XIX, bajo el peso casi arqueológico de Walter Scott, cuyos mejores imitadores fueron Enrique Gil Carrasco y Navarro Villoslada; por más que el cartón piedra de la novela histórica alcanzase hasta los folletines y los seriales; seguramente era mucho más halagüeño a los jóvenes el estro cálido de Sué, Víctor Hugo o Sand, con todo su mundo de sórdidas miserias. Estos escritores que, bajo el signo de lo social en primer plano -aunque éste se hallase lo mismo en las bajas capas sociales que en la burguesía y, a veces, para más contraste, en las dos a un tiempo-, hallaron lugar para su publicación en El Español, dirigido en la segunda mitad por Navarro Villoslada.

Es curioso señalar, repetimos, que Ayala, cultivador del tema histórico en algunas obras como Un Hombre de Estado y Rioja, en la novela siguiese la tendencia social, a la moda francesa, no muy lejos, de la que cultivaban sus amigos: Antonio Flores, autor de Fe, Esperanza y Caridad, y Antonio Hurtado, en la novela: Cosas del mundo. Claro que, en último término, es preciso recordar la reacción antirromántica que pretendían crear los autores de la época, con una vuelta a la realidad: razón da la alta comedia, y el sainete de costumbres, o sencillamente, el teatro realista.

Daremos a continuación un pequeño extracto de la novela Gustavo, entresacando los fragmentos que nos parecen más estimables[1]. Ayala, igual que hace al escribir sus diarios, pone una nota sinóptica que explica el orden y carácter de los personajes. Pone Parte primera; pero la segunda, no se publicó. Del protagonista Gustavo destaca sus cualidades: « Nada revela en su morena y aguileña fisonomía la más ligera huella de esa repugnante gangrena de nuestra presente juventud, la duda y el escepticismo.» (cap. I).

Se trata de una reunión de amigos que van a leer el libreto de una ópera compuesta por Gustavo. Entre ellos, confiesa el protagonista, su amor por Elena.



[1] Gustavo, novela inédita de don Adelardo López de Ayala, publicada por Antonio Pérez Calamarte, Revue Hispanique, t. XIX, 1908, págs. 300-427.

lunes, 26 de septiembre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 45

El poeta

Contribuye Ayala a la Poesía, ofreciendo un volumen de bien cuidados versos, prodigiosos de ritmo y de combinación estrófica, en cuales no es difícil descubrir la filiación clásica que los ha inspirado. Dejamos a un lado, naturalmente, al poeta dramático, pues el diálogo, aún en verso, no puede entrar en este pequeño volumen de composiciones, que él decía, y con razón, para andar por casa; porque la mayor parte fueron escritos con motivos familiares y sociales; muchos de ellos dedicados a las bellas, que él conoció y admiró en el brimundo de los salones, entre acordes de vals y crujir de sedas y también algo de pequeñeces y naderías en que flotaba su existencia. Tienen, por así decirlo, un carácter íntimo, y son, en último término, proyección de la vida social. La mujer y la amistad son dos reiterados, a lo largo del volumen. La belleza femenina y el elogio de los buenos amigos, quizá no compensan la inicial amargura, la incomprensión de la amada; cosa muy de acuerdo con las líneas generales del post-romanticismo, que iba a desembocar en la reacción naturalista; pero todavía caían bien los acentos plañideros; el tono quebroso del poeta, y la imagen suprasensible, aunque serena, de la Muchos también de estos versos revisten el sentido intimista al anterior de la conciencia para examinar el estado desolado y triste en que el poeta ha de hallarse.

«Pájaro de vuelo sostenido

gime cansado, reposar ansía

entre las pajas del oculto nido.»

De tal crisis solamente la fe ha de salvarle, y aquí está su Plegaria.

Las dos primeras estrofas suenan casi con acentos bíblicos:

«¡Dame, Señor, la firme voluntad,

compañera y sostén de la virtud;

la que sabe en el golfo hallar quietud,

y en medio de las sombras claridad;

la que trueca en tesón la veleidad

y el ocio en perenne solicitud,

y las ásperas fiebres en salud,

y los torpes desengaños en verdad!»

Pero no es sólo este contenido moral y dogmático lo que hallamos en los versos de Ayala; se encuentran también sobre temas estéticos, al parecer despegados de lo material, como ocurre en la décima a La música, tan justamente alabada por su rara perfección:

«La música es el acento

que el mundo arrobado lanza,

cuando a dar forma no alcanza

a su mejor pensamiento;

de la flor del sentimiento

es el aroma lozano;

es del bien más soberano

presentimiento suave,

y es toda lo que no cabe

dentro del lenguaje humano.»

En todos sus Sonetos amorosos, el tema erótico tiene un sentido intimista, clara proyección del clima espiritual del poeta; amores, celos, desdenes, olvidos...; muchos corresponden a su juventud y parecen de la misma dialéctica, reiterante y obsesiva, usada en el Epistolario, sin poderlo remediar; por lo cual, por lo menos cruza su imagen por ellos. Este sentimiento ambivalente, -amor y duda-, en resumen tiene una clara resonancia clásica -Herrera, Rioja, L. Argensola, Cetina-, lecturas de su juventud. En este grupo encontramos: Sin palabras, Mi pensamiento, Al oído, A un pie, A unos pies, A una bañista, El sol y la noche, Ausencia, Mis deseos, En la duda, La cita, El olvido, Insulto, A la misma. Los Sonetos Varios, muchos de ellos son dedicados a mujeres: A Carmela, al ser madre por segunda vez, A mi hermana, Josefa, Improvisación, A una prima mía, Al remitir a una señorita un tomo de una biografía de músicos célebres, A Sara, A Isabel, suplicándole que cante el «Ave María» de Schubert, A Antonio, y Plegaria. Todo ello tiene un matiz delicado entre epigrama y madrigal.

En línea parecida encontraremos una serie de semblanzas y dedicatorias, entre las que sobresalen: Campoamor, En el álbum de María Cristina López Aguado, A la esposa del brigadier Caballero de Rodas, En el álbum, Dos madrigales en tino, Ante el retrato de una bella, Improvisación, La rosa aldeana, A Luis Larra, La Misma, En el álbum de la poetisa Matilde de Orbegozo.

Como piezas centrales de la producción poética de Ayala, se han considerado las epístolas: A Emilio Arrieta y A Mariana Labalbzaru. La primera de las cuales mereció que Menéndez Pelayo, la intercalase en Las cien mejores poesías líricas de la lengua española. Las dos tienen un hondo contenido moral, y concretamente, en la dirigida a su amigo Arrieta, escrita en Guadalcanal, en 1856, hay un fondo de melancolía amarga y una forma de discreta protesta por no aprovechar bien la vocación de su existencia; quizá por no haberla sabido descubrir a tiempo, y este pecado de su juventud es causa de su dolor. Esto es lo que el poeta trata de comunicar a su amigo y encontrar consuelo y alivio en su compañía y consejo. Las Epístolas poéticas, que tanto predicamento tuvieron desde la famosa a Fabio, hasta Moratín, Epístola a Claudio y Jovellanos, Sátira a Arnesto y Epístola de Fabio a Anfriso, renace con el mismo acento, suavemente estoico, pero mucho más doliente en el arrepentimiento del poeta, casi romántico en este extremo, en la de ~íon Adelarda. «Imitación libérrima, -dice el P. Blanco García-, y en el mejor de los sentidos, es con lo que se compadece la diversidad de tono y objeto; pues tan visibles son los del moralista áspero y censor Jo las costumbres, ajenas en el modelo como el subjetivismo lírico, de intimidad honda y reposada, en el imitador. Maldice el uno de las ambiciones cortesanas y busca en el retiro y en la templaza de los deseos una defensa contra las cuidados insomnes y las congojosas ansias del hacer; el otro residencia con autoridad inexorable sus propias acciones, describe la lucha entre el bien y el mal»[1]. El tono desgarrado, que a veces usa el poeta, para calificarse así mismo, recuerda a Espronceda, o casi a Bartrina:



[1] Blanco García, P. F. La Literatura Española del siglo XIX. Madrid, 1910, II, cap. IX, pág. 182. Véase también: A. L. de Ayala. Sus mejores versos, prólogo de T. Borrás. Madrid, 1928.

sábado, 24 de septiembre de 2011

ROMERÍA AL SANTUARIO DE NTRA. SRA. DE GUADITOCA

Pueden ver un vídeo de la romería, en la siguiente dirección:

















viernes, 23 de septiembre de 2011

LLEGAMOS A LAS 50.000 VISITAS


Queremos informar a todos nuestros amigos, que ayer día 22 de septiembre, habéis superado las 50.000 visitas a nuestro blog.

Durante este periodo hemos publicado, en 2009, 282 entradas, en 2010, 281 y hasta ayer, 216 noticias.

Hemos recibido visitas de muchos países, destacamos:

ESPAÑA...... 41.236 VISITAS
EE.UU.......... 1.939 VISITAS
MÉXICO...... 638 VISITAS
COLOMBIA... 431 VISITAS
PERÚ............ 272 VISITAS
ARGENTINA.. 248 VISITAS
VENEZUELA.. 240 VISITAS
ALEMANIA... 207 VISITAS
FRANCIA........ 148 VISITAS
CHILE............ 136 VISITAS
OTROS......... 2.144 VISITAS

Con estos datos, nos animamos a seguir ofreciendo noticias históricas y actuales de Guadalcanal.

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 44

Por nada, ni en ocasión alguna, veréis descompuesto el aspecto simpático y enérgicamente firme de don Adelardo López de Ayala. Siempre está lo misma, la misma fue siempre, morirá lo mismo. Ha hecho, sin duda, un estudio de la estética de su persona y, convencido de que así está bien, de que así llama la atención de ellos y de nosotros, de que así debe ser un gran poeta y un digno Presidente, aunque la moda cambia a toda hora sus caprichos, Ayala dice para la suya: «Ni Dios pasó de la Cruz, ni yo de mi pera, mi bigote y mi melena.»[1].

Se le reprocha a don Adelardo, como orador, no tener facilidad y soltura en la palabra; y no falta quien añadía que era tardo y premioso; que cada palabra le costaba mucho esfuerzo y, por último -lo más crudo que de él se decía-, que su estómago trabajaba más que el pulmón. ¿Cuál, en estas condiciones, era el secreto de su oratoria? La voz, dicen que era ronca, profunda, oscura, de graves registros; pero, en cambio la acción, quizá lo era todo; ademanes tribunicios, severos, estudiados, casi lindero con el arte dramático; su aspecto grave sin ser afectado y, en cuanto a la dicción, de lo más puro, bello y armonioso, en habla castellana.

Elegido Presidente del Congreso en 1876, al tomar posesión del cargo, pronuncia un discurso tenido como modelo de la oratoria en su género: galanura, corrección, vigor de tono, y, más que nada, el escritor, el hablista de buen castellano: «No a impulsos de rutinaria modestia, sino movido de profundo convencimiento, yo me detendría gustoso, a manifestaros cuán inferior me juzgo al sitio en que me encuentro; pero a falta de otras cualidades, tengo la de comprender con mucha claridad y sentir con grande vehemencia la dignidad y el prestigio del alto puesto con que me habéis honrado, y creo que una vez colocado en este sitio por vosotros, no me es lícito detenerme a demostrar la escasez de mis merecimientos, la injusticia de vuestros votos, y debo pasar de largo sobre este asunto, aventurándome a parecer soberbio de puro comedido y respetuoso.»

Nada, en resumen, sino un párrafo de acción de gracias, y la habitual modestia en estos casos; pero dicho todo, no sólo correctamente, sino también, medido y bien colocadas cada una de las palabras.

Con ocasión de saludar en el Congreso a la representación de Cuba, Ayala les dirigió la siguiente alocución: «Bienvenidos sean, señores diputados, a intervenir con sus hermanos de la Península en todos los negocias de la monarquía, los representantes de la gran Antilla.

La madre patria los recibe con los brazos abiertos, que hace ya tiempo que tenía acordado el derecho de que ahora se posesionan; consignado está en la Constitución vigente; guerra fratricida impidió su ejercicio; la paz lo facilita; y pues han nacido con la paz, bienvenidos sean a ayudarnos a consolidarla, a armonizar todos los intereses, a crear nuevos vínculos y a persuadir a todos que la sangre vertida no nos divide, porque toda ha brotado del mismo corazón, y antes nos une y estrecha con los lazos del común dolor que nos inspira.»

Por estas dos pruebas de su actuación oratoria, puede comprobarse el alcance que tendrían sus discursos. Desde la famosa defensa de EI Padre Cobos, hasta la oración fúnebre por la muerte de la Reina, se desarrolla, constante y lisa, su línea oratoria; con aquella característica vacilación al comenzar el difícil punto de arranque y con las enormes lagunas en que a veces solía caer hacia la mitad del discurso.

Aun sus biógrafos y comentaristas no han ocultado sus defectos, y esto quizá sirve para elevar mucho más el indudable trabajo, el tesón, y la voluntad que puso en el ejercicio de la oratoria.

«Ignoro si Ayala, -escribe Cañamaque-, es hombre de una sólida y profunda ilustración política. Inclínome a creer que no, porque su pereza no le habrá permitido estudiar, ni sus versos meterse en filosofías. Y como sus discursos son pocos y en ellos en ninguno campea la erudición, me parece que acierto diciendo que su talento es grande, su perspicuidad notable, su intuición profunda... Ayala es un gran orador, si bien algo dramático, acaso por sus relaciones teatrales, por su amor a las tablas; su voz es, ya lo he dicho, un poquillo oscura; su enunciación, tarda y premiosa; su aspecto en la tribuna, grave y digno; su palabra, pura, galana y correcta cual no otra.»

Había, pues, que verlo y medirlo como orador en conjunto; mejor dicho, en la misma y coordinada línea que se extiende a toda su producción. En cuanto al fondo, quizás, en efecto, no hubiese gran contenido político, básicamente político, pero sabía cómo debería presentar alguna de las cosas para el mejor efecto. Téngase en cuenta que, de no ser Núñez de Arce, no hubo poeta que escribiese más documentos políticos, y de un mayor efecto en el momento de ser proclamados; es autor del manifiesto del 68 y es, también, de la alocución del Rey a los soldados del batallón de Somorrostro. Ello prueba, no ya la facilidad de su pluma, sino también la eficacia; condiciones ambas que le fueron reconocidas y por ellas solicitado, siempre que las circunstancias lo exigían.

Vencíale la forma; pero esto no pudiera ser un defecto suyo tan sólo, sino de toda la época de oratoria desatada, brillante y efectista. Ninguno de aquellos párrafos esmerilados se recordarán, si no es como signo representativo de su tiempo.



[1] Cañamaque, F. Los oradores de 1869. Madrid, 1879, págs. 5 y 6.

miércoles, 21 de septiembre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 43

Y, por último, no debe olvidarse que el romanticismo, en su empuje creador, halló modelos clásicos que exhumar; ya no trató, como el neoclasicismo, de silenciar los grandes maestros, porque sabía que el hecho romántico había tenido su vigencia mucho antes en la obra de Calderón. De lo que se trató fue de acentuarlo y acomodarla a la sociedad de su tiempo. Parece así que una de las tónicas más acentuadas de los escritores era una vuelta a la realidad; pero esta vuelta a la realidad, no quedaría reducida al área estricta del costumbrismo, sino de su aspecto brillante, fiel a unas consignas caballerescas, testimonio de su moral; la sociedad, tal y como la habían pintado los costumbristas, tenía mucho de realista: reproducción fiel de los cuadros. No intentaba corregir; el Solitario, Trueba, Fernán Caballero, lo son por sí: para descubrir en los costumbristas el flagelo moral hay que llegar a la curiosa antología: Los españoles pintados por sí mismos[1], y a los artículos de Larra. Este sentido moral y crítico, se desarrolló preferentemente en el Teatro. Claro que el germen primero, lo encontramos en el propio Leandro Fernández de Moratín, en quien, par otra parte, debe verse el de la comedia romántica.

En tal estado de cosas, le correspondió al poeta Ayala uno de los mejores momentos de su intervención literaria. Es muy aventurado emitir un juicio que pueda parecer definitivo en cuanto a su valoración, toda vez que da la impresión de que si el momento le fue muy oportuno, en cambio no lo supo aprovechar, de tal suerte, que su obra pueda ponerse por modelo entre las de su época. Su papel de enlace y transmisor del movimiento literario parece fuera de duda y, en ese aspecto, ni romántico, ni antirromántico, sino manteniendo un criterio ecléctico. Ayala es, sin embargo, uno de los escritores que más han influido sobre el teatro contemporánea. Tras él, siguiendo el camino de la moralización en la comedia, ya calificada de alta, encontraremos la obra de Enrique Gaspar reducida a límites de contornos esenciales y realistas, y, hasta el mismo Echegaray y Sellés en el momento neorromántico, y después en los dramáticos contemporáneos: Benavente, Linares Rivas, Martínez Sierra, y toda la comedia de la primera mitad del siglo XX[2].

Por su condición de gobernante estuvo en relación con los escritores de su época; muchos de ellos protegió y ayudó, en cuanto estuvo en su mano. Y el prestigio alcanzado en el teatro, a raíz de su primer estreno, le mantuvo hasta el final, cuando en vísperas de su muerte da a conocer su última obra[3].

La producción hoy conocida, can todo, no es extensa; queda reducida a catorce obras de teatro: dramas, comedias y zarzuelas; un tomo de poesías y de proyectos de comedias, un discurso acerca del teatro de Calderón[4]; la novela Gustavo y un Epistolario inédito[5]. Dejamos aparte sus discursos políticos. Poca producción para su mucha resonancia; al fin, como uno de las hombre más representativos del saber enciclopédico; en consecuencia, Ayala ha sido sobre todo político y, precisamente por ello: orador, poeta, prosista, dramaturgo, y en todo hombre de acción, en aquel medio siglo que duró su vida.

El orador

Es una de las primeras y más destacadas cosas que fue Ayala. Difícilmente hubiera podido abrirse camino en aquella época de brillantes torneos literarios, sin esta cualidad de saber hablar bien. El la poseyó en alto grado. Ya en la mocedad, las proclamas y arengas, y hasta los versos en la Universidad de Sevilla, para levantar a los escolares contra una disposición del Claustro, tenían el carácter de oratoria; pero después, en el 68 y en las Cortes del 69, fue donde Ayala empezó a ganar categoría de orador. Cosa difícil, y de consiguiente, más meritoria; destacarse en una tribuna, en la cual, hablando de su calidad, se trataba de parangonar con la Asamblea legislativa francesa, bajo Mirabeau, Barnave, Gregoire o Robespierre. Con la particularidad que, lo variado de su composición, era un aliciente para el ingenio y agudeza de la expresión. Cada orador tenía su modo y manera; Moret y Castelar se destacaban por la fácil poesía de sus oraciones; por su saber, medido y prudente, Pi y Cánovas; y así, cada uno por su nota peculiar: Aparisi y Guijarro, Martos, Sagasta, Olózaga, Echegaray, Salmerón, Nocedal, Moreno Nieto...; porque entre todos formaban el variado mosaico de aquella oratoria parlamentaria.

¡Qué difícil debía resultar combatir! Allí, en el Congreso, entrarían en juego muchos factores: la inspiración, el factor psicológico del momento, el ademán, la voz; las cualidades que desde Quintiliano han caracterizado al orador; y, sobre todo, la fluencia retórica. Cómo, poder combatir con Aparisi y Guijarro, Castelar y Cánovas, en cada una de esas sesiones, en las que indudablemente iban a ser tratados temas importantísimos, en días decisivos: desde el 68 hasta la crisis del 98.

Y Ayala, que era hombre profundamente teatral, se hallaría en su elemento.

A las muchas semblanzas que de él se han hecho, añadiremos esta del orador: «Frente ancha, tersa, espaciosa; ojos negros, serenos, grandes; bigote poblado, enorme, retorcido; pera larga, espesa, cuidada; melena artística, aceitosa, poética; rostro ovalado, lleno, severo; cabeza imponente, bella, escultural. Ducazcal lo ha dicho en una frase apasionada: el león más hermoso del Congreso.



[1] Similar, en parte, por lo menos en el sentido irónico, a Los animales pintados por sí mismos, trad. del francés por Feliú y Codína. Barcelona, 1880.

[2] Vid. Valbuena Prat, A. Historia del Teatro Español.

[3] Del prestigio alcanzado por Ayala sobre los escritores es muy elocuente lo que cuenta, en relación con Enrique Gaspar, Daniel Poyán en su libro: Enrique Gaspar (medio siglo de teatro español), I, págs. 41-42, 52, 65-66; II, págs. 57-59. Ed. Gredos.

[4] Todo esto aparece publicado en los siete tomos de Obras completas, de López de Ayala, en la colección de Escritores Castellanos, Madrid, 1881-85, con un prólogo de Tamayo y Baus.

[5] Ambos publicados par Antonio Pérez Calamarte en Revue Hispanigue, XIX, 1908, pág. 300; XXVIII, 1912, pág. 499, respectivamente.

lunes, 19 de septiembre de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 42

18. Le comunica que se cambia de casa, porque, al retirarse del teatro, va a vivir de una manera modesta y retirada, con grandes economías de los gastos. «Adelardo, en esta ocasión no me dirijo sólo al amante, porque teme mi corazón no encontrarle ya, me dirijo al hombre de honor..., al hombre que por más frívolo e indiferente que sea para todos, ni puede, ni debe serlo con la mujer que todo lo ha sacrificado, no a un capricho, no a una pasión interesada y vulgar que hoy se siente y mañana se olvida..., bien sabes que el sentimiento que ha unido mi alma a la tuya, es mucho más respetable que eso, y que si para el mundo yo sólo he sido tu amante, para tu conciencia y tu corazón, tengo derechos más sagrados todavía.»

19. Termina así: «Aunque muy tardío, te agradezco mucho los primeros versos que te he inspirado, pero te ruego que si alguna vez volvieses a escribir para mí, vea yo en ellos mi nombre, y de modo que no pueda suplirse con ningún otro.»

Da la impresión de que hay muchas más cartas que estas que se han publicado, pero aquí termina su Epistolario Inédito.

Añadiremos dos notas para completarlo. En primer lugar, las enfermedades de Ayala. No parece que, pese a su aspecto rebosante y lozano; su salud fuese demasiado buena; con frecuencia, acusa la nota de estar enfermo, o, por lo menos, delicado, en especial del aparato respiratorio. Nada más llegado a Madrid, por primera vez, un amigo tiene que curarle las anginas, y ya Ministro de Ultramar, en el primer Gobierno de la Revolución, el doctor Calvo y Martín le extirpa las amígdalas. En las cartas a Teodora alude repetidas veces a sus frecuentes catarros, acompañados de fiebre. Y conocida es aquella anécdota suya que, viéndose atacado por un violento acceso de tos, dijo que su epitafio había de ser éste: «Aquí yace Adelardo. Ya no tose.» En noviembre del año 1876 había de llevar a. las Cortes un empréstito que afectaba al ejército de Cuba; tuvo que desistir por agravarse su dolencia bronquial, hasta el punto de sustituirle en el Ministerio don Cristóbal Martín de Herrera. El doctor Calleja le visitó en su última enfermedad.

La otra nota es su aversión a los viajes al extranjero. Ayala, como ya se ha dicho anteriormente, no había salido de España más que en dos ocasiones: para acompañar a unos desterrados a Francia, y para permanecer en Lisboa, en una situación de emergencia política.

Lisa y llanamente esto es lo que vale de la vida íntima de este hombre de Estado. Y tal es el clima espiritual en que se desarrollan las relaciones entre Teodora Lamadrid v Adelardo López de Ayala, en los años más decisivas y brillantes para los dos. Por las fechas, parece un idilio de juventud; no hay que olvidar que Ayala muere a los cincuenta años, más que viejo, agotado por la incertidumbre política y literaria en que él vivió. Había nacido el 1 de mayo de 1828 y moría en Madrid el 30 de diciembre de 1879; Teodora Herbelles -en el teatro: Lamadrid-, nació en Zaragoza el 1821 y murió en Madrid, el 21 de abril de 1896; tenía, pues, ocho años más. Esto explica que si la conoció con motivo del estreno de Un hombre de Estado, -año 1851-, y las cartas son de 1852 a 1867, la diferencia de los años -el poeta, casi un adolescente-, dan más ilusiones que realidades, y sobre todo, con mucha ambición, y ella, ya actriz de fama, metida en las intrigas del teatro, provocaría el diálogo que revelan estas epístolas amatorias. ¿Concluyó el idilio can estas cartas? La última, de Teodora, casi parece expresión sincera de que todo se ha liquidado; pero tampoco sabemos si quedan más cartas, como tampoco sabemos dónde pudo hallar Oteyza el supuesto proyecto de matrimonio de Ayala y Elisa Mendoza Tenorio. Ni sabemos si este es el único y último enigma romántico del dramaturgo; y sigue el misterio de la pequeña historia que gira alrededor de cada hombre ilustre. Sólo el tiempo es capaz de desvelarlo.

IV

EL ESCRITOR

Ante el caso Ayala, queda sorprendido el Iector y, probablemente aumentará mucho más la sorpresa conforme el personaje se va haciendo cada vez más distante. La circunstancia especial de unir en un sólo hombre el político y el escritor, que tan hábilmente le sirvió a él de balanceo apoyándose en uno y en otro, según el ritmo de los sucesos y la necesidad de su momento, crea, al mismo tiempo, una especie de niebla a su alrededor; cuesta ver lo que de verdad había en esta vida tan del siglo XIX, en su primera mitad. Cuando se incorpora a las actividades políticas y literarias todo se halla en plena efervescencia, pero no es difícil descubrir que los tiempos están evolucionando: que la grave crisis con que el siglo XIX se abre será solamente comparable con la del 98, con que se cierra; con la salvedad de que la primera es una explosión y la segunda una parálisis, tanto más doliente, cuanto que el cansancio y la decadencia no han agotado el espíritu español, pero le han hecho enfermar de pesimismo.

Y en cuanto a lo literario, Ayala, por la fecha de su nacimiento, 1828, y de su muerte, 1879, coge todo el momento romántico, ya en vías de disolución; no sabemos hasta qué punto puede hablarse de reacción antirromántica, pues muchos de los reflejos de este movimiento literario entraban a formar parte de nuevas tendencias. Parecía, en efecto, que habría de ser así; pera los campas no quedaban tan deslindados como una frontera divisoria. Pesaba mucho sobre los escritores de este tiempo el criterio transitivo y acomodaticio de lo inmediato, que era lo romántico y aún de lo más lejano, lo neoclásico y lo puramente clásico.