jueves, 18 de agosto de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 26


Sí, por la Patria, o por lo menos lo que él creía interpretar, en aquellas intrigas y ansias del Poder. La ocasión se le presenta una vez más, muy oportuna; hay que reconocerle sagacidad y tino para sortear cada situación. Amigo de O'Donnell, en el momento en que éste es arrojado de Palacio, conoce la ruta que debe seguir; nada ya que recuerde a la extinguida Unión Liberal, sino, por el contrario, separarse definitiva-mente del Trono, y unirse a Serrano y a Dulce, y entrar en relación con los Montpensier. San Telmo representaba el gran foco de conspiración; entrar en él, sin ser tildado de partidista, quizá tan sólo a Fernán Caballero le fue posible; siempre las mujeres podrían despertar menos sospechas. Ni Ayala, ni los Generales, parece que entraron en el Palacio, y que fue otra mujer escritora, Gertrudis Gómez de Avellaneda, la que les sirvió de enlace. La aparición de un hombre tan sumamente ambicioso como el Duque de Montpensier suponía entrar en juego una nueva fuerza dinástica; en suma, crear una revolución familiar; es posible que el propio Ayala creyera fácil y hacedero el movimiento, pero nunca llegó a concretar en nada limitado. Las sospechas recayeron, pese a las precauciones, Ayala, que fue desterrado a Lisboa en los primeros meses de 1867, en mayo de este mismo año ya estaba en Guadalcanal. De estos meses también da cuenta el Epistolario inédito, y en aquellas cartas puede verse que no se trató de ningún exilio cruel, por más que las tintes, al describir la situación de España vista desde tierra lusitana, pareciera alarmante y terrible. Desde luego el Gobierno no los temía; ni el mismo Ayala, ni Topete. González Bravo había logrado una situación resistente y opresora, quizá siguiendo la línea de Narváez. De otro lado, más allá del área gubernamental, todavía figuraba en primer término la caída y la muerte de O'Donnell; la gestión del General Córdoba, ofreciéndole a Luisa Fernanda el Trono en caso de que éste quedara vacante y, sobre todo, la exasperación que produjo el nombramiento de capitanes generales a los marqueses de Novaliches y de la Habana, que ocasionó aquellas reuniones clandestinas convocadas por don Juan Zavala, concluyendo con el destierro de los generales más comprometidos. Ayala, desde el destierro de Lisboa y de Guadalcanal, está encargado de dirigir la conspiración de Andalucía. En aquellos días no vive para otra cosa; ve muy cerca la posibilidad del triunfo; como él, muchos de aquellos que antes se habían acercado al vacilante trono de Isabel. Desean derrocar aquel régimen, pero no saben qué hacer para después; tanto es así, que el manifiesto de la revolución tampoco concreta nada; República, Monarquía, destronamiento de la dinastía, Rey revolucionario... Cada uno aspira a su manera, y todos desearían la realización de sus pensamientos y de sus deseos. «Prim encerróse en el grito de soberanía nacional; Topete y Ayala en la proclamación de la candidatura de la Infante Luisa Fernanda; los demócratas en sus Cortes Constituyentes; los republicanos en su federalismo y cada cual defendía el preferido desenlace, sin ceder ninguno, mientras al Duque de la Torre se le consideraba como lazo de unión poca resuelto por ninguna afirmación definitiva, pero imprescindible, y el primero como decidido ejecutor de la necesidad revolucionaria que unánimemente convenían»[1].

De aquella efervescencia, Ayala, siempre lince en otear lejanías, diose cuenta que de los hombres que se arriesgaban en la aventura política ninguno podría representar un mayor poder político que el General Prim, respaldado por la democracia. Adivinado esto, no tardó en manifestar su oposición. Ayala no veía en el General Prim al soldado de los Castillejos, ni siquiera al gobernante sereno, ecuánime y noble, sino al hombre lleno de ambición de poder, y esto le repelía, porque el mismo Ayala estaba contaminado de idéntico mal. No podrían unir, y quizá no unirían nunca, ni aun la conmiseración y caridad, para el Prim que cayó bajo el plomo asesino. Para atajar cualquier juicio aventurado de esta presunta aversión al Conde de Reus, las biografías más favorables a don Adelardo López de Ayala han recogido unas supuestas palabras al General en aquellos momentos decisivos en que tan importante era la alianza: «Estamos ya comprometidos a salvar la revolución, y antes que nadie diga a usted el juicio que en determinado período pudo merecerme, soy yo el que le dice no sólo agravios, sino injurias, quizás habrán salido de mis conversaciones contra su persona; hoy los rechazo y seré su aliado más firme para la salvación de la libertad y del orden.»

Estas palabras, cuya veracidad histórica puede ponerse en tela de juicio, si las escuchó Prim y las creyó, demostró una vez más, generosidad y confianza; noble en el modo de actuar, si no descubrió en ellas el propósito de la política de Ayala que, encargado por Dulce de la organización de Andalucía, solicitaba igualmente el pacto de los republicanos. Llegados los meses del verano, instalado en la calle de la Cerrajería, de Sevilla, en combinación con sus más conspicuos: Caro Cisneros, Sánchez Moguel, compañeros suyos de Letras, y el fotógrafo, Guillén, que servía de enlace con la guarnición de Ceuta; desterrados los generales a Canarias, Ayala entendió que el proceso había llegado a su punto máximo, y que el 10 de agosto podría ser la fecha del levantamiento. Sin embargo, hasta en esta prisa pesaba la consideración personal, ya que de lo que trataba era de adelantarse a Prim, que llegaba en un barco pagado por Montpensier desde Londres a Gibraltar, acompañado de sus dos grandes amigos: don Práxedes Mateo Sagasta, con quien había coincidido en las conspiraciones del 66, y don Manuel Ruiz Zorrilla, que le servía de Secretario. Todo llegaba por sus pasos contados; Ayala avisó, antes que a nadie, a Serrano, a quien deseaba poner a la cabeza, y luego a Prim ; y después, a bordo del vapor Buenaventura, facilitado con dinero de Montpensier con el pretexto de hacer acopio de trigo en Marruecos, el propio Ayala fue a la Orotava en busca de los generales desterrados.


[1] Solsona, op. cit., pág. 57.

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