sábado, 9 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 6

El teatro así concebido parece que habrá de ser de tono menor; que los sucesos de la vida cotidiana, minúsculos y a veces intranscendentes, tratarán de analizar el estado de la sociedad en el hogar doméstico; cuadros de mesa camilla, folletín y quinqué, viva estampa de la decadencia, que tan grata hubiera sido a Fígaro; esto no podía hallar su cauce sino en el sainete de costumbres, como en efecto lo fue, al reflejar la poesía de los barrios bajos, en Cruz, o en Arniches, después. Sin embargo, los dramaturgos de esta época tratan de conciliar el sentido clásico con la última fase del romanticismo melancólico y dulzón, en clima de melodrama. No se olvide que, en este momento, es cuando los maestros de la Edad de oro, y en especial Calderón, tan postergados en tiempos anteriores, vuelven a la actualidad, y Ayala, especialmente, trata de incorporarlo a su obra no sólo en conceptos sobre el honor y la dignidad humana, sino mediante la adopción de su obra.

Ello quiere decir que soterraña había corrido la influencia clásica, y sólo los modelos extranjeros, la mayor parte franceses, tan abundantes durante el neoclasicismo, todavía seguían pesando tanto que ya hemos visto cómo muchos de los dramaturgos de este momento consagraron las mejores vigilias de su juventud a las traducciones. Quizá esto era una especie de contrapeso para equilibrar en el fiel la balanza de los valores literarios; sin saberlo, los escritores se hallaban ya en la contienda que, después del 98, se había de plantear entre el casticismo y la europeización. El drama español romántico había sido la dureza, la violencia, la quiebra de los valores convencionales y, cosa rara, en esta segunda mitad del siglo, cuando la revolución del 68 se anuncia, estridente y oratoria, surge al mismo tiempo, en su literatura, el tono melancólico, de sentimentalidad suave; parece, en el fondo, una proyección de la música rossiniana, tan grata a la Reina destronada; surgen los tipos angelicales, los lirios sin espinas, las flores del Calvario, aun en aquellas obras que pretendían encubrir un simbolismo político y cuyo mayor éxito consistía en que la autoridad las prohibiera. La moda francesa, que si podía conseguir los mejores logros en su país, aquí, en la balumba de las traducciones y arreglos, trasplantaba, no ya el sprit, sino también la vieja sociedad francesa; los nombres de Augier, Ponsard, Karr, Feuillet, Malefille, Barriére y otros, en el momento en que nuestro teatro tendía al melodrama, lo mismo que Balzac, Hugo o Dumas habían pesado en tiempos anteriores. El romanticismo había evolucionado; llevaba a la escena no solamente los cuadros de heroísmo y sacrificio para rendir tributo al pasado, sino a las vidas de tono mucho menos estruendoso; es decir, apareció lo social, en el sentido más amplio, a lo provinciano, a lo burgués y lujoso, o a las vidas de los miserables; el melodrama, tan del gusto francés, se extendía de este modo por España y toda Europa; se hablaba de los ricos y de los pobres; para que el con traste fuese mucho más chocante, las vidas de los primeros habían de ser desgraciadas, en tanto que las de los segundos aparecerían llenas de grandes virtudes. El teatro, en esta evolución, iba adquiriendo un carácter de enseñanza moral.

Y a eso hubiera llegado si, con la libertad concedida por la revolución del 68, no se hubiera estragado el gusto con el espectáculo de los bufos, especie de vaudeville, de lo peor[1].

No deja de llamar la atención, no obstante, que el desdoblamiento se produjese a dos planos, sin interferencias, aunque no enteramente desligados el uno del otro. La revolución del 68 había congregado a no pocos hombres de letras que, con seudónimo o anónimamente, colaboraron en El Padre Cobos; uno de éstos, Adelardo López de Ayala, contribuye al movimiento y logra el más destacado puesto de los dramáticos con su obra; pero en ella no hay la menor licencia, la más pequeña concesión a este mundo de los bufos, parodias y revistas gacetilleras; podrá su obra calificarse de mejor o peor, concederle más o menos mérito; sus zarzuelas no sabemos hasta qué punto son originales, y están cargadas de esa emoción que podríamos llamar localista, habida cuenta que en muchas de ellas el mismo autor visita las tierras y las regiones que deseaba llevar a la escena; sus dramas históricos, una de las últimas manifestaciones del teatro romántico, no sabemos si concuerdan con la verdad, y mucho menos si la imitación calderoniana fue pastiche; ni si a sus comedias de salón pudo faltarles el resorte humano y vital, para que fueran copia de la sociedad de entonces, llena de miserias y pequeñeces... ; jamás Ayala, hombre clave en aquellos cambios políticos, descendió a zonas de ese mal gusto reinante, desatado en el pueblo, haciendo mal uso de la libertad.

Algo, naturalmente, sobrevolaba en este agudo viraje que había dado el teatro romántico; oscurecida la mitología y la fábula, mucho más adecuadas para aquella caterva de argumentos de ópera, de sabor insípido en el más adelantado extremo de la deshumanización, cuando más exacerbado se hallaba el furor filarmónico; perdido en una lejanía el drama de tema histórico, y si alguna vez se introducía en el teatro este pasado era tan sólo actualizado en el presente, quedaba la escena dedicada a la exclusiva representación de la vida. No en forma naturalista, ni aun siquiera realista, aunque de ambas hubieron de utilizar los escritores de su época; igual que la novela había de ser copia de las costumbres, o bien ejemplo, en la evocación de personajes y seres más o menos idealizados, para mostrar verdades palpables y para verter una serie de consejos. El teatro corría el riesgo de convertirse, en esta segunda mitad del siglo XIX, en tribuna y cátedra para la exposición de ideas y principios, siempre con un fin moral y educativo. La sociedad de aquel tiempo ostentaba en sus brocados y damascos, en el dorado discurrir de su vida, entre alzas y bajas de cotizaciones y finanzas, contrastaba con el pleno de las vidas humildes, sin otro horizonte que la miseria y el sacrificio; separarlos por planos, aparte de realizar una monstruosa aberración, equivalía a deslindar, en la literatura dramática, los dos géneros de más tradición en aquella época: la comedia, espejo de costumbres, de una aristocracia que vive ,y se desarrolla en un ambiente brillante y fastuoso, pera en el fondo minada por una serie de lacras, unificadas con la mayor de todas, que es la ambición; el sainete, que buscaría lo cómico en la entraña casi trágica de los suburbios, en las vidas rotas y fracasadas, de muchos sueños quebrados y deseos insatisfechos, campo abonado para todas los resentimientos. Los dramaturgos, con muy buen acuerdo, procuraron la concordia entre ambos, y el tinte de melodrama se extendió por casi toda la producción dramática de aquel tiempo: Las espinas de una flor y Flor de un día, títulos que pudieron serle gratos a Camprodón, son bastante elocuentes como expresivas de esta vaga e indefinible melancolía que soplaba por casi toda la producción dramática.


[1] Respecto a la libertad y el teatro, en la crisis planteada por la revolución del 68, creemos de la mayor autenticidad las Memorias íntimas de José Flores García, Madrid, 1868-1871, tanto por la estampa viva que trata de los grandes alborotos callejeros (manifestaciones contra los reaccionarios, del pan y de las madres), como por la aparición de la revista política satirizando a grandes personajes, en tanto que seguían los melodramas; algunos de espectáculo (todo lo que entonces pudiera entenderse por tal): El terremoto de la Martinica, Lázaro el mudo, El pastor de Florencia; y otros de tipo histórico: Guzmán el Bueno, Carlos II el Hechizado... En este último el fraile Froilán era abucheado todas las noches, hasta el extremo de tener que mostrar su uniforme de miliciano nacional, bajo el hábito, y acabar dando vivas a la libertad, sin olvidar el obsceno can-can con que las bailarinas solían cerrar el espectáculo.

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