jueves, 7 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 5


El romanticismo asentado sobre estos cuatro pilares por fuerza habría de ser rebasado y superado a lo largo de los años; antes de promediar el siglo ya había dado cuanto tenía, y poco podía esperarse de él, sino la evolución hacia otros derroteros. Era, en suma, algo auténticamente español, oponiéndose a la balumba de obras extranjeras. Ixart, al enjuiciar la segunda mitad del siglo XIX, escribe con gran acierto: «Es idea vulgar, por lo repetida, que, al promediar el siglo, el romanticismo había dado cuanto podía dar de sí. Quince o veinte años dicen que dura, en nuestra época, toda evolución literaria. Parece lo natural; es el tiempo de la vida íntegra y fecunda de la generación que siente, plantea y beneficia la reforma; es el plazo que tardan en mudarse radicalmente los gustos de una sociedad y las circunstancias que la rodean. El romanticismo no había de escapar a esta ley. Al asomar la década del 50 se había llegado a otro extremo del camino emprendido en el 34. No se trataba ya como entonces de asaltar y tomar posiciones a la bayoneta y con estridente tocata de clarines; todo lo contrario: era caso de organizar las llamadas conquistas de la revolución, y aun rectificar los errores cometidos. Los mismos encarnizados combates (sin metáfora), en que siguieron desangrándose los españoles, no se daban ya entre la España vieja y la España nueva, sino entre los partidos que crearon esta última. El pronunciamiento y la barricada habían ido sucediéndose a las batallas campales de la guerra civil, entre dos ejércitos, casi entre dos Estados. Aquél era tiempo de los concordatos y las revisiones constitucionales. La sociedad desamortizadora, ya dueña, se apresuraba a levantar cabeza y a gozar de todos sus beneficios con cierto ardor de advenediza. El impresionado desarrollo de la industria, el planteamiento sucesivo de las innovaciones materiales (sociedad de crédito, ferrocarriles, ensanche de las poblaciones) traían nuevas costumbres, que alarmaban a los moralistas, y nuevos temas para revistas y Ateneos. El problema político se había complicado con la cuestión social. Ya los Donosos Cortés iban gritando pavorosamente en cada esquina: «¿A dónde vamos a parar?» El partido democrático nacía, crecía, se imponía, y de unas en otras, de acción en acción, no habrá cuestión alguna que no hiciera más compleja, ni cambio político que no acercara a la que fue revolución de septiembre. Otra quincena o veintena de años; otra generación en marcha que da su fórmula, la discute, la plantea, decae y pasa.

En el teatro, como en todo, se vino a tratar de lo mismo, mudando sólo la fraseología. La literatura en general, la dramática en particular, tuvo también sus concordatos. A la licencia del estro poético se opuso el mayor estudia de la naturaleza humana. Fatigados autores y público de tanto delirio y pasión dieron en echar de menos el buen sentido, la verdad dramática y, sobre todo, el fin moral del teatro. Con la mayor percepción de las cosas y caracteres sociales, con la mayor complejidad de la vida, se pidió a la misma comedia más intención, más trascendencia. Aquella nueva sociedad siente deseos de verse en las tablas, y como ya no es tan ñoña, ni vive en círculo tan reducido para que figurara únicamente para cotejar a una coqueta, como en la Marcela, con tipos-retratos, conocidos de los abonados de Madrid, quiere un poco de drama vestido de levita; la alta comedia, en una palabra. Es más, así como entre los pensadores hay cierta reacción conservadora, hay cierto regreso al clasicismo entre los literatos; por lo común este reaparece, en una u otra forma, en cuanto se vuelve a predicar templanza; guarda eternamente estrechas conexiones con toda tentativa de verdad artística, incluso los más radicales. En los mismos autores románticos llegados a su madurez se nota con anticipación este cambio. Zorrilla se despide de las tablas con Traidor, inconfeso y mártir (1845). Y el autor dice de su drama que «sin salirse de tan terrorífico romanticismo, fue el que intentó pensar y coordinar más despacio». Desde luego, lo escribió para Julián Romea, el apóstol de la verdad en la escena. Aunque el actor no participaba del criterio del autor, hoy es y le parece su obra la mejor hecha y ajustada a las reglas del arte, con dos actos magistralmente compuestos. Bretón se cansa e irrita de que ya se califiquen de sainetes sus comedias, de triviales sus argumentos, de endebles, de efímeras, como de temporada, sus personajes; se esfuerza en comunicar a sus asuntos mayor intención; en pintar el estado de la sociedad en el interior doméstico; la Escuela del matrimonio, una de sus más pensadas, es de 1852. Vega, que con un Hombre de mundo (1845) preludia, en realidad, la alta comedia, cree hallar dispuestos los ánimos para aceptar de nuevo la desterrada forma de la tragedia clásica; quiere remozarla con nueva vida. De su Muerte de César escribe a Romea: «He procurado hacer una tragedia tal en su forma, pero dándole al fondo un poco más de realismo o, por mejor decir, menos de convencional. Le he quitado la tiesura, la aridez, la entonación igual y uniforme; le he dado variedad, flexibilidad. Observa y verás que en mi tragedia las gentes comen, duermen, se emborrachan, se dicen pullas». Hartzenbusch, por otra parte, expurga de episodios e incidentes sus dramas históricos, como La Ley de la raza (1852), hasta pecar de oscuro -le dicen- con tanta economía opuesta a la exuberancia anterior; retrocede en la comedia hasta la norma moratiniana, como en Un sí y un no (1854). A su vuelta de América, el mismo García Gutiérrez, el lírico de El Trovador, el idólatra y traductor de Dumas en su juventud, se aplica, como todos, a alcanzar mayor equilibrio y solidez, a obtener un diálogo más ceñido, más robusto. Tras algunas obras, hoy olvidadas, vuelve a sonar su nombre con Venganza catalana (1864). En su Juan Lorenzo (1865) ya, como todos, drama político, con pensamiento social, entre aquellos caracteres templados de enérgica voluntad, de índole pensadora y reflexiva, de los violentos y locuaces»[1]

A través de estos certeros y luminosos conceptos de Ixart percibimos tercer período de la dramática española se caracteriza por una superación del romanticismo, por una evolución de estos movimientos Cosa que no debe causar demasiada extrañeza, pues aparte obra conjunta de sus cuatro maestros -Martínez de la Rosa, Rivas, García Gutiérrez y Hartzenbusch-, existió gran número de escritores de segunda fila, no exentos de carga tradicional, y aun en los promotores no es difícil ver cómo evolucionaban entre clásicos y románticos, desasirse del todo de viejas normas tradicionales. Sin embargo, preciso es reconocer que la segunda mitad del siglo se orientaba por otros derroteros; la sociedad, la política, el Estado, aun entre las sangrías de las guerras civiles y los pronunciamientos, entendía que era necesaria una nueva dialéctica, que el énfasis romántico debería ser sustituido por otras formas mucho más naturales; aun en los temas históricos, tales como Rioja, de Ayala, o Locura de amor, de Tamayo, no tendría ya la dureza ni el engreído sentido declamatorio del romanticismo; tendría otro: la verdad; pero ya no escucharemos estos superlativos acentos hasta Echegaray.


[1] Ixart, J. El arte escénico en España. Barcelona, 1894-96, tomo I, págs. 36-38.

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