domingo, 3 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 3

El esfuerzo mayor no fue éste de la extensa producción, sino de la finalidad que el teatro había de tener; comprenderlo, no como espectáculo, sino vehículo de unas ideas, función social y docente, parte integrante de la sociedad. En este aspecto, nada más representativo que las palabras de Nasarre: «Los autores de comedias, conociendo la utilidad de ellas, se deben revestir de una autoridad pública para instruir a sus conciudadanos; persuadiéndose de que la patria les confía tácitamente el oficio de filósofos y de censores de la multitud ignorante, corrompida y ridícula. Los preceptos de la filosofía puestos en los libros son áridos y casi muertos, y mueven flacamente los ánimos; son presentados en espectáculos animados, le mueven vivamente. El filósofo austero se desdeña de ganar los corazones; el tono dominante de sus máximas ofende o cansa. El cómico excita alternativamente mil pasiones en el alma; háceles servir de introductores de la filosofía; sus lecciones nada tienen que no sea agradable, y están muy apartadas del sobrecejo magistral que hace aborrecible la enseñanza y aumenta la natural indocilidad de los hombres»[1].

Sobre esta misma base de utilidad y docencia, construye el propio Leandro Fernández de Moratín su mejor teoría sobre la comedia «Imitación en diálogo (erudito en prosa o en verso), de un suceso ocurrido en un lugar y en pocas horas, entre personas particulares, por medio del cual, y de la oportuna expresión de afectos y caracteres, resultan puestos en ridículo los vicios y errores de la sociedad, y recomendadas por consiguiente la verdad y la virtud»[2]. Criterio muy saludable y discreto para el teatro español, que pudieran admitir clasicistas y neoclásicos. Ya sabemos que Moratín representa la más clara aproximación al teatro moderno; la comedia romántica, es ya la suya; pero todavía más aún: desaparece la carga fatigosa de la historia, tan felizmente cultivada por García de la Huerta, para no resucitar ya sino en pleno campo romántico, en una mezcla difícil y explosiva de aquellos entusiastas cultivadores del género.

Importaba rectificar y reformar el teatro si quería salvarse: «Lo que necesita es una reforma fundamental en todas sus partes; y que mientras ésta no se verifique, los buenos ingenios que tiene la nación, o no harán nada, o harán lo que únicamente baste para manifestar que saben escribir con acierto, y que no quieren escribir.» Son palabras del personaje que representa la discreción y el sentido común en La Comedia Nueva, (ac. I, esc. V). Un poco desalentadoras, como puede deducirse de aquella ausencia de los buenos dramáticos, en tanto que se lanzan a la arena los más mediocres. Urgía la reforma, pero ¿cómo empezarla? Jovellanos, que había intentado cultivar igualmente el drama de tipo histórico y social, llamémosle así, se formula la misma pregunta; quizás después de haber palpado el fracaso del teatro. ¿Por qué senda seguir: pasado o presente, el mundo viejo o la sociedad contemporánea? No olvidemos que también en este fracasado autor dramático existe la dualidad perdurable desde los neoclásicos a los románticos. Importa la reforma; Jovellanos quiere que todo sea mejor; que la sociedad misma se eduque y se perfeccione; que el teatro tenga un valor muy subido de educación; su mirada amplia y generosa se extiende hasta el más pequeño pormenor, pero hace hincapié en lo que es básico: «La reforma de nuestro teatro debe empezarse por el destierro de casi todos los dramas que están sobre la escena.»[3]. Desde entonces acá, no se ha pensado en otra cosa, en cuanta a lo que el teatro se refiere, que en oponer la reforma a la avalancha de su decadencia. Cuantas medidas de todo tiempo quisieran adoptarse, podrían ser útiles y oportunas; la clave de ellas, evidentemente, la hallamos en Jovellanos, «el hombre de los proyectos y las reformas», nos atreveríamos a llamarle; el espíritu más selecto y aristocrático de nuestro tiempo, con una visión aguda y un poco escéptica y amarga, al fin, muy próximo, aunque no lo parezca, al Cadalso de las Cartas Marruecas, y más distante del prerromántico. Urgía a los ojos del estadista la reforma del arte dramático. Si el problema de la tierra había planteado una crisis acuciante, si la historia se bandeaba entre dos movimientos iguales vibrantes y oscilatorios, la policía de los espectáculos, de lo más vivo que pudiera representar aquella mezquina alegría del pueblo español, tendería a clarificar la visión y deslindar los caminos, más o menos establecidos. Leandro Fernández de Moratín se había desprendido de aquella marmórea frialdad que el teatro neoclásico había adquirido, utilizando personajes y temas históricos que seguramente el esfuerzo inaudito de los actores consiguieron interpretarles, y a la postre, cuando llegaran los dramas al espectador, nunca podrían interesarle demasiado. Por el contrario, la comedia sencilla dejaría un eco en las de Iriarte y Gorostiza, y más tarde, en Bretón de los Herreros.

Era preciso presentar en escena una parte de la vida cotidiana, con todas sus bajezas y sus molicies, con el amargo dolor de vivir. Solamente Quintana, que tan bien conocía el teatro clásico español, vuelve a los temas históricos: unas veces de raíz profundamente española, como ocurre en el Pelayo, y otras en el mundo extraño de lejanas geografías, como en El Duque de Viseo. No hay que olvidar que escribe para el lucimiento de un actor de tan hábiles cualidades escénicas como Isidoro Márquez, y para la brillantez de una declamación aparatosa, utilizando todos los resortes emotivos del drama. Ecléctico, Jovellanos, no vacilará en asomarse una y otra vez a las dos tendencias: histórica y realista. La reforma a través de los autores citados es constante, progresiva, lenta; en realidad, de inabarcables límites, pues el teatro habrá de seguir reflejando la vida y el ambiente. La historia aparecerá envuelta en los giros violentos de una energía revolucionaria. Y dio digamos del mundo de la mitología tan despersonalizado, ausente de la realidad, como pegado a las fábulas del Renacimiento; ése se disolvió tanto, que aun en Hartzenbusch, autor de temas fantásticos como La pata de cabra, adoptada de una obra extranjera, creó un clima humano y nacional. Por todo ésto, pudiera decirse que los clasicistas y los neoclásicos contribuían, acaso inconscientemente, al movimiento romántico que con ellos madrugaba, pletórico de vida y prometedor de grandes reformas.

Parecía cosa inexcusable que los principales vicios de nuestro teatro no existieran en la exteriorización formal, sino en el centro creador; es decir, en la obra literaria. Todos cuantos esfuerzos posibles se realizaron en este sentido encontraban la dura, a veces, irresistible oposición de aquellos tiempos; muchos escritores viéronse arrancados de sus hogares por el huracán de las guerras y de los pronunciamientos; espíritus tan sosegados como Leandro Fernández de Moratín, Meléndez Valdés, Cienfuegos, Jovellanos, Mor de Fuentes, Nicasio Gallego, y hasta el mismo Martínez de la Rosa, viéronse, de grado o por fuerza, obligados a conocer las amarguras de los destierros. Con ello la obra literaria habría de resentirse. Solamente en pleno estallido romántico, Espronceda gozaría hasta enorgullecerse de conocer tierras extrañas, jugando, con todo el ímpetu de su ardorosa juventud, al peligroso entretenimiento de la revolución.


[1] Citado por L. F. Moratín. Obras, tomo II Comedias originales, parte I, págs. 42 y 43. Madrid, 1830.

[2] Moratín. Op. cit. pág. 43.

[3] Jovellanos. Obras escogidas. Ed., introd. y natas por Ángel del Río. Clás, cast. Madrid, 1955, t. II, pág. 28. Memoria para el arreglo de la policía de espectáculos.

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