miércoles, 27 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 15

No era enteramente un hombre retórico y mucho menos el sometido al imperio de las reglas; pero sí el cultivador de las buenas formas de expresión. Sus triunfos parlamentarios, con los cuales hizo y deshizo gobiernos y coaliciones políticas, hasta su oración por la Reina Mercedes, con que culmina -y se cierra- su actividad oratoria, debió ser el resultado de un adiestramiento, casi minuciosamente medido y cortado. Semejante a sus dramas o a sus comedias, Ayala era hombre de teatro, y en cada una de sus apariciones en la gran escena del mundo habría de tener un adecuado continente, una calidad y un fondo sobre el cual desarrollarse.

Reconozcamos que, aun al servicio de sus propios intereses y de la egolatría personal, el esfuerzo que hubo de mantener durante toda su vida debió ser enorme. Necesitaba que todos se fijasen en él; era preciso cultivar el tipo de adalid, de nueva Calderón del siglo XIX; para, esto, la vida fuera poco a fin de conseguir el gran mito de la fama.

La vida, tal coma se ha contado

Don Adelardo López de Ayala nació en Guadalcanal el día 1 de mayo de 1828. Este pueblo era entonces de la provincia de Badajoz; más tarde fue de Sevilla. Esta circunstancia parece que dio ocasión a disputar estas dos provincias españolas, recabando cada una para sí el nacimiento del hombre ilustre. Ayala, con todo, se tuvo siempre por extremeño, por lo menos en lo referente a sentirse entroncada con la mejor nobleza de aquella tierra. Fueron sus padres: don Joaquín López de Ayala y Silveira y doña Matilde Herrera. En aquel ambiente, grato y nostálgico, en la suave poesía de sus montes, transcurrió la niñez y una buena parte de su Juventud, y aun en horas de agitación y revuelta, Ayala buscó su refugio en Guadalcanal. Alguna vez, al volver maltrecho de la contienda, encontró consuelo en aquella tierra querida:

«Y estos salvajes montes corpulentos,

fieles amigos de la infancia mía,

que con la voz de los airados vientos

me hablan de virtud y de energía,

hoy con duros semblantes macilentos

contemplan mi abandono y cobardía,

y gimen de dolor, y cuando braman,

ingrato y débil y traidor me llaman.»

No es el mundo de la Arcadia y de la égloga, sino el paisaje subjetivo y romántico, éste que encuentra en el lejano recuerdo de su niñez don Adelardo. Pero este sentido de dulce melancolía y amargo escepticismo se disolvería ante la consideración de su propio valer; había heredado, de sus pasados, fuerza, talento, virtud; recordaba que salió de tierra de héroes y pensó que sus fuerzas físicas pudieran compararse a las de García de Paredes, el «Hércules extremeño»; y los héroes de la tierra servirían de modelo: Pizarro, Hernán Cortés, Vasco Núñez de Balboa, vivirían en su imaginación en su niñez, revividos en los relatos escuchados de labios de la madre, en compañía de los hermanos, en la grata quietud de la casa paterna.

Oteyza recuerda la proximidad de Portugal: «Entre la aristocracia de Extremadura existían, existen y existirán tipos que se asemejan en cuerpo y alma a los fidalgos portugueses, con los que siempre tuvieron relaciones de frontera. Y Ayala adoptó las determinantes físicas y espirituales de estos hinchados señorones. Su figura rechoncha, tanto como fornida, se prestaba al empaque solemne, y él lo tomó. Además, dejándose la melena, el mostacho y la perilla, supo construir una cabeza de caballero del siglo xvm. Para que el retrato estuviese hablando, sólo faltaba que Ayala hablase apropiadamente. Así habló, cuándo en verso, con rotundas estrofas de conceptos magnificentes; cuándo en prosa, en discursos ampulosos y resonantes... Su voz, bronca por naturaleza, la engolaba con el artificio. Sí; Adelardo López de Ayala, un extremeño aportuguesado, que son los más extremeños de todos»[1].

La condición de su familia le proporcionó una vida con bastante holgura; no tuvo que «servir al Rey», como García Gutiérrez, ni ocuparse de trabajo manual, como Hartzenbusch. Por el contrario, los años de niñez y juventud aparecen dedicados enteramente a la cultura de las Humanidades. El mismo, en una de sus cartas, relata cuánta pesadumbre le causó la muerte del cura que había sido su maestro; el latín le fue familiar, gracias a este preceptor, hasta el extremo de leer y traducir con facilidad los versos de Horacio y Virgilio; en el primero adquiriría una de las huellas más hondas de su poesía; en tanto que Virgilio podría ofrecerle el modelo humano de sus tipos. No debió de ser distinta la formación intelectual de Ayala de los demás hombres de su época; preponderó, ya en aquellos tiempos, el verso de modelo clásico y, más que nada, Calderón; los modelos remotos de su teatro deben encontrarse en estos años de adolescencia. La Arcadia feliz, cifrada en la niñez de Guadalcanal, acabó relativamente pronto, pero la familia pensó, con mucho acierto, que no era prudente entregarse a los versos como simple entretenimiento y, en consecuencia, Ayala fue llevado a Sevilla, donde obtuvo el grado de Bachiller; por cierto que el muchacho no dejó de sorprender, desarrollando ante el tribunal una tesis sobre la novela como venero literario, siguiendo el consejo nada menos que de don Alberto Lista, uno de los mayores prestigios de su tiempo, en el mundo de la inteligencia, y que graciosamente comentaba que ésta era la primera vez que la novela sacaba de apuros a un estudiante.

Se le ofreció al joven Adelardo, en aquel momento, la duda y la vacilación sobre qué carrera universitaria había de elegir; no parecía lógico, ni aconsejable, el modesto grado de bachiller, sobre todo teniendo en cuenta su ilustre prosapia y, más aún, el ancho horizonte que se le ofreciera para el porvenir; por fuerza habría de ir a la Universidad, y de ella, a la Facultad de Derecho, pues el título de abogado habría de ofrecerle posibilidades, no profesionales, sino de habilidad y adaptación a la política. De su estancia en las aulas hispalenses queda la estampa del mal estudiante -no llegó a licenciarse-, díscolo y extraño; que gustaba de la vida apicarada y borrascosa, pero más que eso, de ejercer hegemonía, amistades y enemistades; bandos, o sea la política. Cambió los bártulos y baldos de su época por las obras de Hartzenbusch y García Gutiérrez, gratas a su imaginación desbordada. En este medio universitario es probable que conociese personalmente a García Gutiérrez


[1] Oteyza, op, cit. págs. 14 y 16.

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