jueves, 21 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 12

Y, sin embargo, desbrozado del oropel que lo envolvió durante su vida, no cabe duda que hubiera podido hacer algo mucha más positivo. Este es su gran fracaso; haber sorteado una serie de situaciones políticas y haber tenido en sus manos el mundillo literario, sin dejar, de una y de otras, cosa de más consistencia. El excesivo verbalismo y el calor de la lucha agostaron proyectos y propósitos. No basta ir por el mundo político a salto de mata, siempre dispuesto a salir a flote de las abundantes procelas del siglo; ni puede satisfacer del todo una dramática que va desde la imitación calderoniana a la comedia burguesa, convencionalmente calificada de «Alta».

¿Fracasó Ayala como político y dramaturgo? En esta revisión que hoy intentamos ¿qué podemos salvar de él? Hace tiempo, volvemos a repetirlo, que parece que se le ha olvidado; sus luchas políticas y literarias, hoy se ven ya lejanas, con gran indiferencia; amigos y detractores guardan respetuoso silencio. Ya no es para muchos sino otro de tantos hombres de perilla y melena. Ciertamente que pensó en todo, pero ese todo de Ayala era la realidad vivida y tocada por él mismo: su época. No pensó, ni aun cuando pretendía ser como Calderón, en la posteridad. Deslumbrado, enardecido por aquel su mundo fastuoso y brillante, falso en realidad, el legado de una obra política y literaria, coma testimonio a través de los tiempos, seguramente que no le preocupó tanto; el vencer hoy, la corona de oro y laurel, para este momento le atrajo muchísimo más que la valoración futura de su obra y actuación. Siempre el auténtico escritor mira con ansiedad y recelo el misterioso abismo que se abre tras él; Ayala no parece concederle a esto demasiada importancia. El éxito deseaba sentirlo cerca de sí, gozarlo en su momento; y respecto al día de mañana, la casi única preocupación es ocultar pequeños móviles, defectos humanos, que hubieran podido empañar su fama; su prestigio de hombre de estado, más aún que el dramaturgo, exigía la reserva más absoluta; no había la menor concesión a cualquier suceso humano, tan propio en un hombre que vive medio siglo, muy intensamente, monopolizando las letras y el poder.

Hemos de conocerle a través de las biografías; pero éstas, atentas tan sólo a mantener el prestigio del que tanto representaba en el Congreso, no dirán sino aquello que les era permitido; aquello que servía para dibujar la figura del gran hombre.

En 1891, el Congreso de Diputados, tomó el acuerdo de premiar la mejor biografía y estudio político del que había sido su Presidente, don Adelardo López de Ayala[1]. El autor, Conrado Solsona y Baselga, ha trazado una de las más fervorosas y apasionadas biografías. «Si hay algo indiscutible para el juicio de la generación española contemporánea, -dice-, acerca de la fama y prestigio de sus hombres ilustres, nada con fervor más reconocido que el altísimo mérito del poeta Ayala. Conquistó, atrajo y sometió mientras vivía a todas las inteligencias cultas para el reconocimiento de su extraordinario valer; y no llegó a dominar al vulgo, ni a señorearse con ruidosa popularidad sobre las muchedumbres, porque lo supremo y exquisito de sus poesías, más hubo de penetrar los entendimientos, que de extenderse por la masa; y las esencias del buen gusto, no fueron, ni jamás han de ser, para la participación del goce, el patrimonio de todos»[2]. Sentado este principio, de que el arte de Ayala había de ser poco menos que de minorías, páginas adelante, se cree en la necesidad de trazar su semblanza lo más bellamente posible; el poeta es poco menos que un ser seráfico, desasido de todo lo mundano, sin lacras, ni vicios, ni siquiera los pecadillos propios de la juventud. El mismo biógrafo, en los primeros párrafos, cuida de advertirnos que no lo conoció; da a entender que jamás nada interesado y mezquino pudo acercarle al gran hombre; después de muerto, teje esta corona de siemprevivas, donde una serie de tópicos y ternuras entran en buena parte. ¡Cuántas inexactitudes! «Su palabra, sus comedias, sus versos, -dice-, le facilitaron todas las amistades distinguidas y todos los éxitos que pudiera apetecer en el cambio diario de las relaciones sociales. Bueno y primoroso en la conversación, parecía el ingenio de hacer que el ajeno brillase a la par del suyo; no padeció los femeniles arranques de vanidad estéril, y se imponía por aquella seriedad atractiva y simpática, que antes de inconveniente para llegar al corazón, parecía escudo y defensa de todos sus sentimientos. Sus compañeros de teatro le llamaban el maestro. No fue combatido, ni por los críticos en aquellos días en que la crítica llegaba a su altura, pues claro está que más tarde logró ser respetado y enaltecido como el primero. Era un cesante de doce mil reales de sueldo, un orador de un discurso, y por grande que su mérito fuese, como no vivía afiliado a ningún partido, no podía aún merecer el odio de sus adversarios, ni las descargas del mal humor de tanta extraña persona que no deja de abominar la política hasta que recibe algún favor del primer Gobierno que se lo quiere ofrecer. La cara de envidia de que Larra pone a los literatos, no la vio Ayala nunca entre sus compañeros. No eran envidiosos sus admiradores.

Valerosísimo y arrojado, de brava condición, si poco firme en su carácter abierto a todas las expansiones y con frecuencia débil para todos los afectos, era tan amado de los suyos, como temido por los extraños, y de aquella soberana constitución sanguínea podía esperarse todo lo arrebatado y todo lo generoso al mismo tiempo.

Objeto de frases indiscretas, algún día en la tertulia del «Café Suizo», se defendió con viveza, contenida en los límites que impone el respeto, cuando se le fue la palabra a su agresor; y entonces, asiendo con ambas manos el mármol de la mesa, lo arrancó del asiento, y alzando Ayala el tablero de piedra, hubiérale descargado sobre el atrevido, de no haber escapado éste a la justificada y peligrosísima violencia. Desde aquel día acabaron las bromas de mal gusto.


[1] Solsona y Baselga, C. Ayala, estudio político. Madrid, 1891. Lleva una nota preliminar que dice: «Los Excmos. Sres. D. Antonio Cánovas del Castillo, D. Emilio Castelar y D. Cristino Martos, en comunicación de ayer me dicen al Excmo. Presidente del Congreso y de su Comisión de Gobierno interior lo siguiente: «Excelentísimo Sr.: Los que suscriben, encargados de adjudicar el premio que acordó la comisión de Gobierno interior del Congreso para el mejor estudio biográfico del que fue su Presidente, D. Adelardo López de Ayala, han examinado el único trabajo recibido en la Secretaría dentro del plazo que señaló la convocatoria, con el lema: «Más viva estoy en tus obras, que en mi propio corazón», y hallan en él méritos suficientes para otorgarle el premio. Abierto inmediatamente después de tal acuerdo el sobre en cuya cubierta se leían el lema mencionado y el primer renglón del estudio, resultó que era su autor el Sr. D. Conrado Solsona, que vive en esta Corte, Calle de Lagasca, núm. 4, piso 3.º. Dado el mérito notable del estudio, consideran los que suscriben que es muy digno de que se imprima por cuenta del Congreso; y en el caso de que la comisión del Gobierno interior así lo acuerde, creen equitativo proponer a la misma que conceda al Sr. Solsona quinientos ejemplares de su obra, en vez de los ciento ofrecidos en la condición de la segunda convocatoria publicada en la Gaceta de Madrid del día 28 de junio de 1840. En su vista, la Comisión de Gobierno interior, después de disponer se abone a Vd. el importe del premio establecido, ha acordado en sesión de hoy se imprima el estudio por cuenta del Congreso, haciéndose una tirada de dos mil ejemplares, de los cuales se entregarán a Vd. quinientos. Lo que comunico a Vd. para su conocimiento y satisfacción. Dios guarde a Vd. muchos años. Palacio del Congreso, 16 julio 1891. El Secretario, M. de Valdiglesias. Sr. D. Conrado Solsona y Baselga.

[2] Solsona y Baselga, op. cit. I, pág. 7.

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