domingo, 17 de julio de 2011

ADELARDO LÓPEZ DE AYALA - 10

La escena intentaría reflejar de nuevo y una vez más, la vida; aquel conglomerado, en el cual los restos últimos de un romanticismo trasnochado y de un sentido ecléctico vencido formarían amalgama con la nueva tendencia objetiva. Enrique Gaspar, carente de un genio creador, se esforzaría por implantar en la escena una tendencia realista que, a fin de cuentas, había desgajado de aquel robusto tronco formado por Tamayo y Ayala, [1] la dramática moderna, avanzaba aceleradamente hacia la época nueva, que había de enlazar con el siglo actual. Importaba, no sólo que los personajes apareciesen planteando problemas de la vida práctica, sino contando la sencilla manera de existir; reflejándola con la mayor precisión, imperceptiblemente deformada por el genio creador, y dejando al buen entendedor, que necesita pocas palabras, en esto, casi al público, la interpretación de aquello representado a la brillante luz de la escena. El público, por esta razón, no podía ser mero contemplador, sino que más que nunca contribuiría a la verdad escénica. Solamente se desvía esta tendencia cuando aparece Echegaray. Es lo que se ha llamado neorromanticismo, no del todo justamente; pues su teatro, unas veces en prosa o en verso, o en ambas, como si se tratase de un romanticismo de la primera época, no cede del todo a la ficción del pasado, sino que el factor humano de la vida, como él la ve, su interpretación, como supone la harían los clásicos, si aún existieran, sigue muy en primera línea. El teatro de Echegaray, aparentemente, está lleno de puñales, venganzas, mazmorras; los apóstrofes, las frases declamatorias, constituyen su retórica peculiar; también diríamos un mecanismo para ocultar la trama, para no descubrir el nexo humano, [2]; ése que aparece en El prólogo de un drama, Mariana, o Mancha que limpia, en las cuales no es difícil ver el grave conflicto del honor, una última secuela del calderonismo, que hace la crisis más aguda en El Gran galeoto; último drama romántico, pero también el primer drama realista con que se inicia el teatro moderno de un modo definitivo, Más tarde, en buena y recortada Grossa, con el mismo tema, y un final de renuncia, insospechado, Benavente, comienza su gran carrera, con el estreno de El nido ajeno; los mismos ingredientes, las mismas cuestiones, la inevitable concesión al galeoto, murmurante y destrozador de famas; todo dicho en un tono que parece amable y discursivo, y en el fondo es demoledor, amargo, escéptico; ha desaparecido el fuerte contraste de pasiones, el altibajo del romanticismo; también, la bomba final, en que Echegaray solía quemar y destruir a sus personajes, con la dinamita creadora y letal de su imaginación; los Sellés, Cano y Felíu y Codina, y el mismo Dicenta, quedan en segundo término, ante este nuevo modo de hacer teatro, en el cual, el diálogo, de la mejor prosa, ha de ser pieza fundamentalísima, aun en aquellas obras, llenas de gracia, de ironía, de frases sentenciosas, para que el telón, al caer lento, deje más que emocionado, suspenso y cohibido al espectador, con una impresión amarga, invitándole a meditar sobre los problemas de la sociedad de su tiempo[3].

El teatro pretende ser enseñanza. Y así, cuando el huracán romántico barrió de la escena el grave pensamiento clásico y el amable tono del siglo xvm, la nueva vida se reflejó en él, entre claros de luna, luchas con el hado imposible de vencer, tumbas y necrofilias, y sobre decorados de recortados ramajes cantaron versos sonoros, los Valeros. Calvos y Vicos. El propósito docente seguía inseparable del tiempo, como reflejo de la sociedad. Cuando aquella sonoridad estrófica perdió su vigencia, surgió una nueva interpretación poética. El cambio de gustos, pudo ser, en efecto, consecuencia de una novedad creadora, nuncio de otros tiempos, o en un proceso reversible, esto mismo despertando la actividad creadora de artistas y dramaturgos. Tras la sonoridad romántica, con los últimos acentos declamatorios, el teatro volvió a los cauces de la prosa reflexiva, a la plácida sencillez de la obra intranscendente, de principios de siglo, aun asó, lleno de una íntima melancolía, y sobre todo, a subsistir la poesía de las palabras por la poesía de la acción, propósito fundamental del teatro moderno. No la más o menos recitación estrófica, sino la armonía de las cosas en torno al personaje y al tema planteado; literatura hecha sobre la esencia misma del teatro. No la división en actos, sino una más dinámica, y en el fondo, la misma utilizada por el romanticismo. Algo así como aquellos impresionantes sueños de Ganivet, llevados al drama, entre la infinita melancolía, el dolor de crear y el amargo escepticismo de luchar sin honor ni provecho. La poesía, viva sobre la escena, enseòa, predica a las nuevas generaciones su nuevo dogma. El teatro colaboró a este propó-sito. Y, por esta razón, tendrá siempre una influencia decisiva, en cierto modo, de la sociedad de donde procede. Nada debe cuidarse en los tiempos modernos como el teatro, debido a la instantaneidad con que se transmite, llevando a la masa la semilla de una moral, de una poesía y de un pensar.


[1] Vid. Poyan, D. Enrique Gaspar, medio siglo de teatro. Ed. Gredos. Madrid, 1957

[2] Echegaray, J. Teatro escogido. Prólg. Armando Lázaro Ros. Madrid, 1957, segunda edición.

[3] Resumimos con Ixart: «El teatro del primer tercio de siglo, de luz macilenta y fría de sus candilejas de aceite, lo fue muy superior con mucho la renovación romántica. A ésta, tan brillante como falaz y pasajera, le aventajaron para mí las tentativas de un teatro más sólido, en el cual colaboraron los mismos autores del período anterior, con algunas nuevas; arte que, pareciendo de transición, conducía a algo serio. A éste, por fin, siguió el de la Revolución acá, que lejos de continuar por el buen camino, interrumpió aquella tradición; pero, en cambio, ganó en vida, en arranque, en la mayor riqueza y variedad de direcciones y géneros, en mayor intención sobre todo, lo que perdía en aquel sentido. Entre los copiosos repertorios de estas cuatro épocas, no es posible establecer comparación alguna. Cada una de ellas corresponde a un estado social coetáneo, y muere con éste; ninguno crea nada estable, definitivo y superior, que dura más allá de su tiempo, como las grandes épocas, dignas de este nombre. No reflejan más que un gusto extraordinariamente mudable y transitorio, que tiene sólo un valor de ocasión, y que, como un figurín, pierde por completo su prestigio a la vuelta de unos diez años, si tanto dura.» Ixart, J. El arte escénico en España, Barcelona, 1894.96. Tomo I, pp. 115-116.

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