jueves, 24 de febrero de 2011

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 71

Capilla de la finca San Miguel de la Breña en Guadalcanal. (fotografía cedida por Emilio Rivero)

Años más tarde creí amar (nunca he estado segura) a otro hombre. Lo dejé por otro amor más imaginativo que real. Lue­go quise a un chico más joven que yo. El también me quería, pero lo asusté, temía que le hiciese sombra.
Pasaron los años y me enamoré de un hombre diez años mayor que yo. Si el primero estaba marcado por huellas de mujeres de poca calidad moral, éste lo estaba por un matrimo­nio desgraciado.
Queda cierta añoranza, el recuerdo de una mirada llena de ternura, el brillo de unos ojos a la luz de la luna. (Cuando el campo a nuestro alrededor era color madreselva, y olía a to­millo, a romero, y se escuchaban los grillos.) Quedan unas pre­ciosas cartas de amor que un día se rompen, sin olvidar su contenido.
Llegó la primavera de 1953 y con ella mi segundo desengaño amoroso, del cual nada supo mi padre. Sólo sabía que una vez más estaba mal de los nervios y quería volver a San Miguel de la Breña. Yo había visitado la finca en 1949 por última vez. Paco nos había aconsejado que no nos instaláramos allí, pues ' eran los años «huidos» en los que se raptaba a las personas y un clima de terror reinaba en el campo.
-"Es una imprudencia dejar en San Miguel a Lolita:"
Pero una tarde, previo aviso a la Guardia Civil, de acuerdo con el consejo de Coca de la Piñera a mi padre, fuimos a la finca. Yo había estado allí de niña, probablemente a nuestro regreso de Marruecos. Había pasado la tarde pendiente de un pajarito. Recordaba vagamente la capilla, sabía que había en ella una estatua de la Virgen con unos pastores delante. Llegamos en el coche de la cuñada de Paco y acompañados por ella. A la entrada del carril nos esperaba Rafael, el encar­gado. Era primavera. Una primavera que había sido fértil en lluvias. El campo estaba precioso, la hierba alta, cuajada de flores. San Miguel de la Breña había sido un convento de la orden de los Basilos hasta la desamortización de Mendizábal. Del convento sólo quedaba la iglesia convertida en vivienda y quizá la capilla adyacente. El retablo de la Virgen era segura­mente posterior. Todo estaba abandonado. La casa, saqueada por unos y por otros; los primeros se llevaron lo que pudieron y los segundos lo que quedaba. Después logramos recuperar cuatro muebles, más rotos que los de Madrid. Saqué un croquis del campanario, me paseé por la casa destartalada y vacía, me acerqué a la alberca, aquella bella alberca grande como una piscina de agua purísima y helada a la sombra de una hermosa encina. Aquel día me enamoré de todo aquello y no paré de soñar con la finca. Dibujé el plano de la casa y ya veía cómo la arreglaría. Tuvieron que pasar cinco años...
Una noche me armé de valor y hablé con mi padre; le pedí que me dejase marchar a la finca.
-"¿Pero qué harás tú allí? La casa está abandonada." -"La arreglaré."
-"Tú arreglas mucho. Además, ¿qué van a pensar de una señorita que se encierra en una finca con los gañanes?"
-"En primer lugar, no estaré sola, está Rafael con su mujer y sus hijos y, en segundo lugar, si lo que va a pensar la gente te importa más que la salud de tu hija, me quedo en Madrid y enfermo."
Al día siguiente me dijo:
-"No he podido dormir en toda la noche, he estado pen­sando en lo que me has dicho. Te vas a ir a la finca."
-"¿Por cuánto tiempo?"
-"Por el que tú quieras."
Me dolía separarme de él, pero necesitaba irme por muchas razones. Me sentía menos unida a él que en los años en que estaba detenido. Las desgracias unen mucho. Necesitaba que me echase de menos.
Fuimos juntos a la boda de la hija de Paco que, aunque vivía en Sevilla, quería casarse en Guadalcanal, donde se había criado. Paco nos dijo que hasta pasada la Semana Santa era inútil ir a la finca, todos los trabajadores se iban al pueblo. Los días que estuvo en Guadalcanal mi padre se hospedó en casa de Paco; yo, por falta de sitio; lo hice en la fonda, pero todos los días iba a verlo y comía a menudo con ellos.

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