miércoles, 23 de febrero de 2011

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 70

El General Castelló con sus hijas María Luisa y Dolores Ana y su nieto Vladimiro en brazos, en la alberca de la finca San Miguel de la Breña en 1955. (fotografía cedida por Isabel Krsnik Castelló)

Al salir mi padre de Prisiones Militares vivimos un tiempo en un hotel de la Gran Vía. Fue entre los años 1947 a 1950. Por aquel entonces la promoción de mi padre organizó una comida en Toledo. El era el único que había estado en zona republicana en la guerra.
-"Mira -le dijo al organizador- que no quiero indirectas, que si no, no voy."
-"No te preocupes."
Algunos de ellos se habían seguido viendo, otros no se veían desde hacía diez o veinte años y otros desde los tiempos de la Academia, unos cincuenta años.
-"Tú... ¿quién eres? ¡Chico, qué viejo estás!"
En Toledo, el Gobernador, Coronel Villalba, les enseñó las ruinas del Alcázar. Se celebró una misa:
-"Señores Jefes y Oficiales, a formar fila y entrar marcan­do el paso como cuando eran cadetes."- Y todos aquellos viejos se sintieron rejuvenecer y entraron en la iglesia mar­cialmente.
Mi hermana se casó. Como su marido era croata, apátrida entonces, emigró a Venezuela, donde era más fácil que en Es­paña conseguir la nacionalidad y encontrar trabajo. Pero mi hermana añoraba nuestra tierra y acabaron regresando. Vino a España para tener a su primer hijo y ya no se marchó. En 1950 vino su marido. Entonces decidimos poner casa. Desde Francia mi padre se había informado si el piso de Madrid había sido bombardeado. Al saber que seguía en pie escribió al dueño y le propuso realquilarlo a una amiga suya, quien le pagaría el alquiler. El dueño, que era militar y franquista, rehusó.
Cuando abandonamos España ocupó nuestro piso, por or­den del Gobierno, un médico y su familia que venían huyendo de la zona de guerra. Al salir de la cárcel el dueño de la casa se presentó en el piso y pistola en mano les dijo a sus ocupan­tes que eran unos rojos indeseables y que les daba 48 horas para desalojar la vivienda. (Estos señores hicieron un inventa­rio de todo lo que quedaba en ella y años más tarde, al saber que habíamos regresado, se lo entregaron a mi padre.) Se ins­taló el dueño en nuestro piso y luego se llevó algunos de los muebles a un hotel que tenía en la misma casa. Cuando decidió venderla metió los muebles en el sótano y allí estuvieron hasta 1950. Los hallamos en un estado deplorable. Lo más di­fícil de recuperar fue el fajín de mi padre y un ajedrez filipino de marfil. Mi padre comentó esto con el Comandante Camino.
-"No se preocupe, que estos objetos los recuperaremos" -le dijo. Y le envió al dueño de la casa, que ocupaba un alto cargo en Logroño, una carta muy sutil en la que le decía que, aprovechando que una pareja de la Guardia Civil debía ir a esa ciudad y regresar a Madrid, podía, por su intermedio, enviar el ajedrez y el fajín, los que llegarían a manos de su propietario, el General Castelló. No se atrevió a negarse.
Hubo que retapizar todos los muebles, encolar algunos, comprar ropa de cama. (¿Para esto guardabas, madre, tus pre­ciosas sábanas sin atreverte a usarlas?) Cuando hicimos la mu­danza la gente se detenía a observar en la calle, con una mezcla de asombro, burla y pena.
Mi hermana, su marido y el niño vivieron unos años con nosotros y luego pusieron casa. Mi padre y yo continuamos vi­viendo en Hilarión Eslava. Con el transcurso de los años le fui quitando el mando de la casa y convirtiéndome en una especie de madre regañona.
Vivíamos felices, sin grandes discusiones. Más que cariño, sentía adoración por mí. En cierta ocasión me dijo:
-"Me gustaría que te casaras antes de que yo muriera, pero otras veces pienso ¿y yo?"
-"¿Tú crees que no lo he pensado, padre?"
-"Tú serás el báculo de mi vejez" -solía decirme, medio en broma, medio en serio.
Y yo, tras muchas contrariedades, me quedé soltera. Prime­ro me enamoré o creí enamorarme de un hombre veinticinco años mayor que yo. Me quería, pero era terriblemente descon­fiado, probablemente debido a sus anteriores experiencias con mujeres de poca calidad moral. Me hizo sufrir mucho. Inter­vino mi padre y, furioso, me dijo que debía dejarlo y olvidarme de él porque se estaba riendo de mí. Marchamos a Sevilla. Fue cuando descubrí la finca de San Miguel de la Breña.

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