viernes, 21 de enero de 2011

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 54


-«Hijas mías, me llevan mañana a España. Parece que el Gobierno de nuestro país me reclama.»
A las dos horas justas terminó la visita.
Al día siguiente nos fuimos a Hendaya. Nos sentamos en un banco cerca de la barrera fronteriza. Yo ya era más miope que un topo, pero aún así reconocí a nuestro padre.
-«En ese coche va papá» -le dije a mi hermana.
-«¿Estás segura?»
-«Sí» -afirmé y eché a correr.
El coche tuvo que detenerse mientras se levantaba la ba­rrera; me aferré a su picaporte. Junto al chófer iba un oficial de la Gestapo.
-«Son mis hijas -dijo mi padre con expresión de infinita tristeza-. ¿Puedo abrazarlas?»
De mala gana, aquel oficial abrió la portezuela y le pudimos dar un breve abrazo a nuestro padre. Volvió a cerrar la puerta; el coche pasó la barrera ya levantada, ésta volvió a descender y yo me quedé apoyada sobre ella mientras veía cómo se le­vantaba la barrera. Allí me quedé inmóvil hasta que un gendar­me francés me dijo:
-«Señorita, no puede permanecer aquí.»
Un poco extrañado, el personal de aduanas nos preguntó qué ocurría. Mi hermana les explicó que nuestro padre, que era refugiado español, había sido detenido por los alemanes y era devuelto a nuestro país.
-«Estoy muy contenta de haber visto a papá -dijo mi her­mana.
Yo no lo estaba. Algo oprimía mi corazón. Una nueva incóg­nita comenzaba para nosotros. No pude pronunciar palabra en todo el camino. Solas de nuevo.
«El día 5 un coche de la Gestapo me llevó hasta la frontera y fui entregado en Irún. Había sido roto el derecho de asilo tantos años respetado.
Supe que los desgraciados que me acompañaron en la cár­cel eran degaullistas, miembros de la resistencia, judíos y co­munistas. Allí esperaban en calidad de rehenes para responder con su vida de los atentados contra los alemanes. De allí salie­ron unos doscientos hombres que no volvieron jamás.»
Más tarde me contó mi padre cómo fue su entrada a España. Ortega, el Jefe Militar de la frontera, le dijo:
-«¡Buen desbarajuste va usted a armar aquí, mi General, pues no se lo esperaba!»
Mi padre le preguntó al oficial de la Gestapo:
-.«Y mis hijas que se quedan aquí solas y que son casi unas niñas. ¿Qué será de ellas?»
-«No se preocupe usted por sus hijas porque no las volverá a ver» -fue la terrible respuesta.
¿Por qué hicieron aquello los alemanes? ¿Creían hacerle un favor al Gobierno español? ¿Pensaban que el Gobierno ignora­ba que mi padre estaba en Francia y que no pertenecía a la Resistencia ni hacía espionaje? ¿Qué peligro constituía para alemanes y españoles? ¿Quién había escrito aquella denuncia?. Naturalmente, lo ignoramos siempre. ¿Existiría realmente esa carta anónima? ¿Y por una carta anónima se puede detener a una persona? Creo que la Gestapo demostró muy bien en sus actuaciones que carecía de toda clase de escrúpulos.
Mi padre fue llevado a la Dirección General de Seguridad de Madrid. Allí un policía le preguntó:
-«Mi General, ¿trae usted dinero?»
-«Ni un céntimo.»
-«Usted no se ofenderá si le doy unos duros? Yo sé lo que sucederá: mientras decidan dónde van a llevarlo pasarán varias horas y nadie se acordará de su comida. Con este dinero usted podrá encargar a alguien que le traiga un bocadillo.»
Mi padre no se ofendió, nadie puede ofenderse en tales cir­cunstancias porque un alma caritativa le eche una mano. Des­conozco el nombre de aquel policía, pero yo también le doy las gracias en memoria de mi padre.
Fue llevado a Prisiones Militares. Los bienes que poseía ha­bían sido confiscados y no percibía haberes pasivos; había sido dado de baja en el Ejército ese mismo año por paradero des­conocido.

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