sábado, 8 de enero de 2011

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 47


Algunas personas mayores reaccionaban de igual forma, aun­que no vivíamos precisamente de la caridad de Francia. La mayoría tenía algún dinero, había vendido alhajas o se había buscado algún trabajo. Aún no había crisis ni escaseaban las colocaciones.
En San Juan de Luz había refugiados liberales, republicanos e incluso comunistas. En nuestra ciudad había tres generales, Gamir, Martínez Monge y mi padre. Los tres fueron invitados por las autoridades a alejarse de la frontera española. Les die­ron a escoger un lugar de Normandía o Bretaña. Martínez Monge optó por marcharse aún más lejos, a la Argentina, donde tenía un hermano. De Gamir nada supimos. Mi padre, que pese a ser Comendador de la Legión de Honor no se salvó del nuevo destierro, decidió marcharse a Normandía. Teníamos allí una amiga española casada con un francés cuyo cuñado tenía una casa de campo en la Ferté-Macé. Le escribió y éste le ofreció hospitalidad. Y allá se fue mi padre con una maleta que con­tenía su único traje decente.
Todos los días Descoutures, el dueño de la casa, y mi padre escuchaban las noticias por la radio: «Hemos volado los puen­tes de la Meuse y de la Mosella. Hemos cortado las vías férreas. No pasarán. No pasarán.»
Pero a pesar de todo eso, de l'Armée, de la línea Maginot, etcétera, los alemanes pasaron.
Una tarde soleada mi padre paseaba por el campo cuando en un cruce de carreteras vio detenerse un coche militar francés:
-«¿La carretera de Le Mans?» -le preguntaron.
-«Aquélla» -señaló mi padre, y observó que el coche tenía una ráfaga de ametralladora.
-«¿Esto es reciente?»
-«¿Reciente? ¡De hace un cuarto de hora! Nos vienen pi­sando los talones» -y se marcharon rápidamente.
Mi padre regresó a la casa.
-«¡Están aquí los alemanes!»
-«Imposible, mi General, les hemos volado los puentes.»
-«Sí, pero esos demonios han tendido puentes con bar­cazas.»
Mientras mantenían esta conversación se oyeron los ruidos inconfundibles de la entrada de las tropas enemigas. Durante la víspera había tomado posesión de la plaza un destacamento francés. Mi padre, como técnico en la materia, observó que, con un olvido total de las más elementales medidas de defensa, sólo se habían preocupado de buscar locales donde pudiese descansar la tropa. El coronel alemán puso pie en tierra y se dirigió al Ayuntamiento de donde salió, lívido, Mr. Le Maire.
-«¿Aquí hay un destacamento francés que llegó ayer?»
-«Efectivamente.»
-«Pues ordene que toquen las campanas de la iglesia para que se presenten.»
La tropa se presentó desconcertada.
-«¡Depongan armas! ¡En fila, son ustedes prisioneros! Así se rindió la Ferté-Macé.
En el centro de la plaza había un monumento conmemorati­vo de la victoria de la guerra del 14/18, un soldado francés aplastando con la bota la cabeza del águila alemana. El Coronel se lo quedó mirando:
-«¡Esto tiene que desaparecer hoy mismo!»
-«¡Sí, señor.»
Y antes de veinticuatro horas no quedaba en la plaza ni soldado, ni águila, ni recuerdos de victoria.
Mi padre se presentó ante las autoridades de ocupación, dijo quién era y pidió permiso para regresar a San Juan de Luz. Le fue concedido. Se despidió de su anfitrión. Rechazó las flores que la buena de Armandine quería darle, metió sus bártulos en la maleta y cogió el tren. Algunas estaciones después los al­tavoces anunciaron:
«Señores viajeros, las vías férreas están cortadas, deberán proseguir por sus propios medios hasta... ». «Los propios me­dios» eran las piernas y así mi padre, de casi sesenta años, se puso en marcha con su maleta a cuestas; le ató el asa y se la echó al hombre, donde se le clavaba. Por fin, pasó un hombre con un carro y le pidió que se la dejara poner en él.
En una estación, sentado entre otros viajeros que en idén­ticas circunstancias esperaban el tren, unas damas de la Cruz Roja se le acercaron y le ofrecieron una taza de manzanilla. ¡Qué aspecto tan lastimoso tendría! Aprovechó para señalarles a unas monjas que rezaban acurrucadas en un rincón.
Así, un rato andando y otro en tren, llegó más o menos fe­lizmente a San Juan de Luz. Llevaba en su bolsillo una tarjeta que había pensado mandarnos: «Los invitados que esperába­mos han llegado.»
En su viaje hacia Normandía había encontrado en una es­tación a un hombre joven y moreno que le había preguntado si era español.
-«Sí» -le confirmó mi padre.
-«Yo también. Hice la guerra de España en zona republi­cana, en aviación; cuando comprendí que aquello se perdía le propuse al co-piloto que nos fuéramos. Cogimos una avioneta
y vinimos a Francia. Después me fui como voluntario a combatir a Polonia y como ya tenía la experiencia de nuestra gue­rra, cuando vi que aquello también se perdía me marché. Aquí he estado combatiendo hasta ahora, pero esto está ya liquidado. Me voy a Inglaterra.»
-« ¡Aventurero español! ¿Qué habrá sido de él?» -solía pre­guntarse mi padre.
Mi hermana y yo habíamos quedado en San Juan de Luz. Un día nos enteramos de que iban a entrar los alemanes. Nos dijeron que no tuviésemos miedo, ya que no habría lucha pues se había firmado un armisticio.
Lo que ocurrió en la Ferté-Macé es un ejemplo de lo que ocurrió en toda Francia. Años más tarde leí un libro escrito por Benoits-Mechin titulado «La Moisson del 40». En él, un prisionero francés, en un campo de concentración alemán den­tro de Francia, se lamenta: «Nuestros soldados no querían obe­decer, nuestros jefes no sabían mandar, y cuando por culpa de unos y otros perdimos la guerra, todos exclamamos: Nos han traicionado.»
En San Juan de Luz oímos un día el ruido del paso de los coches militares alemanes ocupando pacíficamente la ciudad. Había odio, temor y curiosidad en las miradas de la gente. Tropas perfectamente disciplinadas y pertrechadas de mucha­chos arios, altos y rubios.

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