sábado, 1 de enero de 2011

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 44


El 11 de noviembre, fecha del aniversario de la guerra del 14, todos los colegios depositaban una corona de flores en el monumento a los caídos. Allá iba el «Benjamín» en correc­tísima formación, con unos abrigos azul marino, gorras marine­ras y una corona de fresquísimos crisantemos blancos. Seguía mi colegio, el «Santa Odile», a cuya cabeza iban dos guapas chicas, bien robustas y tiesas; luego seguíamos las que tenía­mos abrigos negros o azul marino y boinas en las que habían sido bordadas con apuro las iniciales «S.O.». Llevábamos una corona de crisantemos amarillos un tanto marchitos.
Como cierre de los actos se daban las funciones de fin de curso. Para ello el teatro Gure Etche nos alquilaba el local. Mr. Daubigni, el director-escenógrafo-apuntador, se nos perdió en plena representación de una comedia bastante sosa llamada «L'invitation á la valse» precisamente cuando los cuatro actores principales estaban en escena y a los cuatro se les había olvida­do la letra. Yo hacía el papel de doncella y por mi nerviosismo se habría dicho que toda la responsabilidad artística recaía sobre mí aunque sólo aparecía en una escena.
Las Lartitegui fueron mis primeras amigas. En 1939 su pa­dre, que era médico y había emigrado a Venezuela, quiso tener a su lado a su mujer y a sus hijas. Embarcaron en Montecarlo. María Teresa, la madre, no quiso los pasajes de popa aludiendo que popa y proa era lo que más se movía. Los cambió por una ubicación más central. La noche del embarque estallaron las calderas y todos los ocupantes de los camarotes del centro pe­recieron. Me impresionó hondamente la muerte de mis amigas.
A Araceli la conocí en el parque Ducotenia; ella me presentó a Anita Soler. Esta y Julia Muntadas fueron mis grandes amigas de aquel entonces. Los padres de Araceli llegaron a Francia hu­yendo de la guerra, pero podían entrar en España si lo desea­ban ya que eran de derechas y monárquicos. La situación de la familia de Anita era similar. Las que más tiempo estuvi­mos exiladas fuimos las Rotaeche y nosotras.
Mis amigas francesas fueron las Legendre y las Casteing; con estas últimas mantuve amistad a través de los años.
En 1937 mi madre tuvo que ser operada. Una biopsia reveló que tenía un tumor canceroso en el pecho izquierdo. Al saberse enferma le dijo a mi padre.
-«Luis, ¿qué va a ser de vosotros? Estáis en un país que no es el vuestro y con muy poco dinero. Yo puedo morir. ¿Por qué no intentas entrar en España? Ten confianza en la justicia de tus compañeros.»
Mi padre sabía lo que se jugaba en aquel momento al hacer su solicitud de entrada a España. Así y todo, la hizo. Le envió su historial a Franco por medio del Marqués de Ravalso, amigo suyo, que residía en San Juan de Luz. No recibió respuesta ni favorable ni desfavorable.
En la operación mi madre perdió el pecho izquierdo. Le quedó una cicatriz de dieciocho puntos y una herida que nunca llegó a cerrársele. Le aplicaron radium, probablemente más de los que podía soportar y ello le produjo una grave anemia.
En 1939, pensando que el cambio de aire podía beneficiar la salud de mi madre, pasamos el verano en Ascain, un pueblo cercano a San Juan de Luz. Allí alquilamos una casa muy agra­dable que pertenecía a la suegra de la dueña de la vivienda que teníamos en San Juan de Luz. Estaba situada en la plaza principal del pueblo y tenía detrás un jardín descuidado pero simpático.
Fue allí donde, una tarde de septiembre, oímos sonar lúgu­bremente las campanas de la iglesia. Los habitantes de Ascain se asomaron intranquilos a las ventanas. Era el anuncio de la movilización general. Al cabo de unos minutos cesó el repi­queteo.
-«¡Siga! -le gritaron al campanero desde abajo-. ¡Tiene que seguir tocando durante una hora!»
¡Una hora para que Francia supiese que iba a la guerra! Aquel badajo fúnebre nos anunció la catástrofe presentida y dolorosa. Mi madre se echó a llorar. Yo recogí en silencio una hoja caída de un árbol teñida ya del ocre del otoño y, con el corazón encogido, la guardé entre las páginas de mi libro de misa. Cuando, dos a tres días más tarde, las campanas volvie­ron a sonar proclamando la declaración de la guerra nadie se estremeció, nadie lloró, pues se esperaba ya la fatal noticia.

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