martes, 28 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 42


Otra de las víctimas de mi familia fue un primo de mi padre, Luis Castelló Rodrigo, un hombre caritativo y bondadoso. Luis Castelló tenía un hijo falangista bastante exaltado. En el pueblo el Frente Popular se había adueñado del poder. Una noche, en el casino, mantuvo una discusión muy violenta sobre política tras la cual se marchó a su casa. Poco después pasó ante ella un grupo de milicianos y ocurrió la tragedia; llamaron a la puerta, Luis Castelló en persona abrió. Allí mismo fue asesinado junto al joven rapaz que estaba a su lado. Luego fueron ase­sinados su hijo y su yerno. Los milicianos quisieron matar tam­bién a su nieto, que en ese momento tenía cuatro o cinco años. Uno de ellos lo protegió:
-«Este no, es una criatura» -se opuso.
-«Pero cuando crezca será de la misma ralea que su fa­milia.»
-«He dicho que a éste no lo tocáis» -y tomándolo en bra­zos se lo entregó a su madre.
-«Márchese enseguida, señora.»
En Guadalcanal se recuerda aún a Pura Castelló corriendo enloquecida con el niño en brazos y con el vestido manchado por la sangre de su padre, su marido y su hermano.

VIII

Pasamos cerca de un año en Sevilla. Una mañana le avisa­ron a mi madre que el General Queipo de Llano deseaba hablarle. Ese día mi madre se puso sus mejores galas: un bonito vestido de chaqueta negro de entretiempo, gorguera de encaje marfil, pamela negra con flores blancas y guantes de ganchillo marfileños. Llevaba su bolso de cocodrilo y sus alhajas. Un coche oficial la condujo a la Capitanía. La miramos con orgullo desde el balcón. El General le anunció la buena nueva de que su marido estaba en Francia y que nos pondría en libertad.
-«Antes se lo comunicaré a Franco, pues el otro día puse en libertad a otra familia que teníamos como rehén y, como no le consulté, me echó una bronca.»
Durante el invierno había habido, por mediación de la Em­bajada de Francia, una tentativa de canje pero fracasó, ya que, como mi padre estaba refugiado en la Embajada, para el Go­bierno de la República no teníamos ningún interés.
Abandonamos Sevilla en un coche acompañadas por uno de los ayudantes de Queipo de Llano, el Coronel López Guerrero, un hombre muy amable. El viaje fue agotador; el camino hasta Irún era de permanentes zig-zags. Debido al calor, viajábamos de noche y dormíamos de día.
Una tarde, antes de reemprender la marcha, el Coronel Ló­pez Guerrero nos preguntó si habíamos dormido bien.
-«Muy mal -le contesté-, primero porque un moscón no me dejaba dormir hasta que le di caza. Y luego por las campanadas de la iglesia.»
(Las campanadas anunciaban la toma de Bilbao.)
Para completar las molestias, mi hermana y yo nos mareá­bamos y vomitábamos. Recuerdo que llegué a la última ciudad hecha una calamidad. Allí mi madre sacó de la maleta un ves­tido limpio y me anunció:
-«Mañana veremos a papá.»
Me parecía mentira tanta felicidad. Pero así fue. Esperamos un rato en el café de la estación de Hendaya, al cabo del cual aparecieron los Embajadores, señores Herbette, con mi padre.

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