domingo, 26 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 41


A esta carta contesté enviándole la foto de una niña de diez años.
A mi madre empezaron a escasearle los ahorros. Mi padre, muchos años antes de la guerra civil, le había prestado dinero a una parienta suya. Esta señora murió sin pagar la deuda; sus dos hijos, a pesar de que la reconocieron, tampoco la sal­daron; uno de ellos estaba casado con una Castelló. Mi madre les pidió que le reintegraran ese dinero; uno de las hermanos había sido asesinado, el otro respondió que devolvería su parte de la deuda si su cuñada también lo hacía; ésta, a su vez, con­testó que cuando fuésemos indultados y nos devolviesen los bienes confiscados lo haría y si no que se lo daría al General Queipo de Llano para la cruzada.
Mi madre tuvo que dejar de pagar el hotel para conservar el poco dinero que le quedaba y poder comprar así algunas ropas de invierno (las nuestras habían quedado en Madrid) y hacer frente a los gastos.
No éramos las únicas que no pagábamos el hotel. Este, aun­que era de segunda categoría, tenía una distinguida clientela cuyos bienes habían quedado en zona republicana y vivían del crédito.
Todas las señoras que se alojaban en el hotel se sentaban por la noche en la sala para oír a Queipo de Llano, que seguía dando sus famosas charlas. Su ímpetu no había disminuido; la gente, en cambio, sí había perdido la euforia de los primeros días. Cuando salimos de la cárcel percibimos que la atmósfera de la ciudad no era la de tres meses atrás. Las iluminaciones de la Plaza Nueva habían perdido sus colores.
El General, con el fin de recaudar fondos para la guerra, pe­día a los sevillanos que una vez por semana comiesen una sola vez al día y entregasen el dinero ahorrado a las autoridades. El mismo recomendaba el menú. Todos aplaudían la medida, pero llegado el día del plato único la mayoría de aquellas se­ñoras que no se perdían un solo discurso tenían un régimen especial que las eximía del plato único.
En 1947 mi padre fue a Sevilla. Entró en el hotel Biarritz y preguntó si los dueños eran los mismos que en 1937. Ante la respuesta afirmativa se presentó ante ellos y les anunció:
-«Vengo a saldar la deuda que dejó pendiente mi mujer.»
-«¿Viene usted a pagar la cuenta? Es usted el único que se ha preocupado de saldarla.»


El hermano de mi padre había sido alcalde de Guadalcanal.
A él le debía el pueblo la instalación del servicio de agua en las casas y otras muchas mejoras. Era un rico terrateniente. Fue detenido con otros hombres y encarcelado en el Ayunta­miento. Se había negado a marcharse a Sevilla días antes con un primo suyo alegando que no había hecho daño a nadie y no tenía qué temer. Lo sacaron del Ayuntamiento para llevarlo a fusilar a las tapias del cementerio. Logró convencer a sus fu­turos verdugos de que le perdonasen la vida.
-«¿Qué más queréis? Me habéis quitado las fincas, mi casa, mis bienes. Sólo os pido que me dejéis marchar a Madrid a reunirme con mi hermano Luis.»
Estaba a punto de convencerlos cuando intervino un anti­guo hortelano que había trabajado en una de sus fincas y a quien había despedido por sinvergüenza, y los increpó dicién­doles que no podían dejarse convencer por un señorito. Pudie­ran más sus palabras que los argumentos de mi tío. Fue fu­silado.
Tras el fallecimiento de mi padre, al poner en orden sus papeles encontré el texto del telegrama que su hermano le en­vió a Badajoz. Por lo visto, mi padre hizo indagaciones en 1947 y, como el telegrafista aún vivía en Guadalcanal, consiguió una copia del texto. No conservaba el original, pero dadas las cir­cunstancias lo recordaba perfectamente: «Estoy detenido. Te ruego hagas algo por mí.» El telegrama no llegó a Badajoz. Pese a que no ignoraba la suerte corrida por mi tío, confieso que al leerlo un escalofrío recorrió mi cuerpo al pensar que había muerto creyendo que su hermano no había querido hacer nada por él.

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