martes, 14 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 35


Y así entraron en Badajoz las tropas de Castejón. Yagüe, la misma tarde, entró en coche cerrado sin disparar un tiro, igual que Asensio.
Yagüe y Castejón sólo estuvieran en Badajoz cuarenta y ocho horas. A Castejón le oí decir años más tarde que había tenido que dar órdenes tan duras en la guerra que le habían costado noches y noches de insomnio. Aseguraba que a sus le­gionarios no les toleraba ningún desmán y que no había dado la orden de la matanza en la plaza de toros de Badajoz.
Hugh Thomas, en su libro La guerra de España, cuenta sobre la toma de la ciudad:
«Yagüe se dirigió entonces, con Asensio y Castejón, a Ba­dajoz. El 11 de agosto los milicianos de Mérida habían huido, pero entretanto habían recibido un refuerzo de 2.000 Guardias de Asalto y Guardias Civiles venidos desde Madrid, que lanza­ron un furioso contraataque. Tella los rechazó, lo que permitió a Yagüe, con Asensio y Castejón y unos 3.000 hombres, concen­trar su acción sobre Badajoz. El Coronel Puigdengola era el defensor de esta ciudad con una guarnición de 5.000 hombres de los cuales 2.000 milicianos habían llegado de Madrid. Antes del asalto se había perdido, como consecuencia de un motín de la Guardia Civil, cierta cantidad de medios materiales y también algo de su energía y de su confianza.
Badajoz es una ciudad rodeada de murallas, protegida al este por el ancho río Guadiana; por allí se presentó Yagüe. Después de preparada la artillería, operación que demandó toda la mañana, la orden de atacar fue dada a la mitad de la tarde del 14 de agosto. Una bandera de la Legión entró por la puerta de Trinidad.
Los atacantes fueron rechazados en su primer intento por el fuego de las ametralladoras, luego se abrieron camino con las bayonetas. La brecha estaba abierta, aunque de los asaltan­tes no quedaban más que un cabo y catorce legionarios, pues otra columna de la Legión asaltaba las murallas cerca de la puerta del Pilar y triunfaba con facilidad. La batalla continuó en las calles, cuerpo a cuerpo, hasta la noche. Los milicianos fueron rechazados fuera de la ciudad.
La represión siguió a la batalla. El Coronel Puigdengola huyó a Portugal. Los legionarios mataron a todos los que lle­vaban armas, incluso a dos milicianos que fueron abatidos en las gradas de la catedral. Muchos otros que aunque desarmados no se habían rendido fueron fusilados en la Plaza de Toros. Al día siguiente siguieron las ejecuciones a un ritmo más lento.
Me han comentado que hasta hace unos años aún iban a rezar a la plaza las viejecitas cuyos hijos habían sido asesi­nados.»
Poco después de haber entrado las tropas nacionales en Badajoz, un sargento de la Legión, acompañado de un soldado, se presentó en la casa donde estábamos.
-«¿Doña Margarita Gauthier de Castelló? -preguntó-. Sa­bemos que está aquí. Venimos de parte del Comandante Cas­tejón.»
Y como los dueños de la casa sabían que había sido ayudan­te de mi padre y gran amigo suyo, avisaron a mi madre. Ella apareció muy digna ante los legionarios.
-«¿Qué desean?»
-«Señora, el Comandante Castejón quiere entrevistarse con usted. Pregunta a qué hora puede venir a verla.»
-«Vivo en la casa de enfrente. Puede venir a primera hora de la tarde.»
A las tres apareció Antonio Castejón; lo vi llegar desde la casa que tenía sótano. Guardo viva en mí la imagen del joven Comandante de la Legión avanzando por la calle mientras la gente, brazo en alto, gritaba:
-«¡Viva España! ¡Viva la Legión! ¡Viva el Comandante Cas­tejón! »
Y Castejón, como si todo aquello no fuese con él, siguió impertérrito su camino hacia la casa en la que nos hallábamos. La mujer de Matallana le abrió la puerta y, mintiéndole, le dijo que no estaba en la casa.
-«Sé que está aquí y si no me deja pasar daré orden de registrar la casa. Además, vengo para salvarla» -afirmó Cas­tejón.
Mi madre lo recibió llorando:
-«¿Con que ahora soy su prisionera, Antonio?»
-«Puede usted dar gracias a Dios de haber caído en mis manos, Margarita.»
Años más tarde le pregunté a Castejón:
-«¿Cómo averiguaste nuestro paradero?»
-«Verás, cogí a un prisionero que tenía pinta de espabila­dote y le pregunté dónde estabais vosotros.»
-«Conste que es para salvarlas» -le dije.
-«Pues siguen en Badajoz. Sé que abandonaron la Coman­dancia, pero no sé dónde viven» -me informó.
-«Luego, por uno de los oficiales que se habían pasado a nuestras filas -siguió diciendo Castejón-, supe vuestra direc­ción. Le pregunté a tu madre por qué no os habíais marchado y le comenté que había dado orden de no detener a ninguno de los coches que había cruzado la frontera de Portugal la noche anterior convencido de que os ibais en uno de ellos.»
Se marcharon el Alcalde y el Gobernador Civil, pero de nosotras no se acordaron. Creo, incluso, que le habían dicho días antes que no sería correcto que la mujer del Ministro de la Guerra huyera. Ellos, en cambio, no tuvieron inconveniente en huir, abandonando cobardemente a mi madre y a dos ino­centes criaturas en manos del enemigo.
A oídos de Castejón habían llegado rumores de que algunos legionarios habían dicho:
-«En cuanto entremos en Badajoz cortamos las cabezas de la mujer y las hijas del General Castelló y las paseamos en unas picas por toda la ciudad.»
Por eso lo primero que hizo fue correr a salvarnos. Por él supo mi madre que el hermano de mi padre había sido fusilado por los anarquistas en su pueblo.
Castejón nos acompañó a la Comandancia aquella misma tarde a recoger nuestro equipaje. Los baúles y maletas ya ha­bían sido abiertos por los legionarios, quienes se habían lleva­do algunas prendas de vestir de mi padre y mi preciosa muñeca Shirley como mascota. Mi rabieta fue colosal. Castejón me prometió otra muñeca, pero yo quería la mía, la que, sin em­bargo, había olvidado llevarme al abandonar la Comandancia.
-«El que vuelva a tocar estas baúles se acordará de mí» -dijo Castejón a los legionarios que allí estaban.

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