domingo, 5 de diciembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 30


Después de la guerra se publicó el libro «Estampas y repor­tajes de retaguardia», de Losada de la Torre. En él se relata la detención de Fidel de la Cerda y cómo fue llevado al Ministerio «donde a la sazón estaba un Ministro inepto llamado Castelló». No se cuenta en el libro lo que ocurrió en el Ministerio; al salir de él Fidel de la Cerda, maniatado por la espalda, fue metido en un coche en cuyo interior consiguió deshacerse de las liga­duras. Una feliz coincidencia hizo que encontrara un cortaplu­mas en un bolsillo con el cual mató o hirió a los milicianos y saltó en marcha del coche; al ser detenido les pidió ser llevado al Ministerio para ver a mi padre. El portero, con mala inten­ción, anunció su presencia en voz muy alta con el fin de ser oído por todos los que estaban con mi padre, quien simplemen­te dijo:
-«Con permiso» -y se dirigió a ver qué sucedía. Detrás de él salió un diputado socialista.
Mi padre encontró lívido a de la Cerda.
-«Luis ... »
-«¿Qué ocurre?»
-«Este -informó uno de los milicianos- fue ayudante de Primo de Rivera.»
-«Ya lo sé. Precisamente por eso, mientras fui Subsecreta­rio, no le he dado mando porque pesaba sobre él su fidelidad a la memoria de un muerto.»
-«Dice que si le perdonamos la vida se hará socialista.»
-«No tendréis un socialista más fiel.»
-«Si usted lo avala -intervino el diputado que había se­guido a mi padre- le doy ahora mismo un carnet de socialista.»
Provisto del correspondiente carnet, Fidel de la Cerda se marchó del Ministerio. Al salir, el chófer de Castelló lo hizo subir al coche para llevarlo a una embajada.
«Un día el Presidente Giral me envió a hacer una visita de inspección a la Sierra, donde el General Riquelme ejercía el mando. Este oficial de alta graduación daba los partes por las noches desde los Altos de los Leones. Me encaminé allí directa­mente, pero Riquelme estaba en el Sanatorio de Tablada.
-"¿No decía usted que estaba en los Altos de los Leones?"
-"Ese punto está ocupado por la gente de Mola."
Me encaminé entonces a Navacerrada. En este lugar lleva­ban una vida tranquila, pues estaban alojados cómodamente en los chalets. Seguí hacia el Puerto de Somosierra; al llegar a Lozoyuela un capitán de milicianos me salió al encuentro y me informó:
-"Esta mañana hemos perdido el Puerto. Nos sobrevolaron tres aviones y nosotros comenzamos a aplaudirlos creyendo que eran de los nuestros pero de pronto nos tiraron con sus ametralladoras y entonces nos dimos cuenta de que eran de Mola. Al llegar aquí reuní a mi gente y llegamos a la conclusión de que el Jefe que nos mandaba, Teniente Coronel Cuervo, nos había traicionado. Acto seguido detuvimos a todos los oficiales, porque vosotros los de carrera sois todos unos fascistas, y los hemos fusilado".»
Cuando lo designaron Ministro, mi padre se llevó como asesor político a su sobrino Simeón Vidarte, autor del libro Apuntes de un viejo carnet, en el que habla mucho de él. Co­menta que mi padre, recién designado Ministro, lo invitó a cenar y que durante la cena le manifestó sus impresiones:
-«Estoy muy contento» -le había dicho.
Sin embargo, dado el poco entusiasmo con que mi padre aceptó la designación, es difícil creer que pusiese sentirse di­choso.
Vidarte habla también de una visita de inspección realizada a la Sierra: «Una tarde estuvieron en peligro la vida de Castelló y la mía. Habíamos llegado a Somosierra y las fuerzas de vigi­lancia de la carretera indicaron al Ministro dónde se encontraba la línea de combate, siempre fluctuante en aquellos momentos. Nos apeamos del auto y, después de que Castelló recogió algu­nos informes y examinó unos planos del campo de batalla, vio cerca de la carretera una casamata de las que se habían em­pleado en las maniobras militares. Me dijo que desde allí obser­varía mejor el frente de batalla.
Castelló iba, como siempre, con su uniforme de General. Posiblemente desde el frente enemigo estaban también obser­vando y vieron pasar hacia la caseta a un grupo de personas. Instantes después de entrar en aquella fortaleza de cemento que tenía poco más de dos metros cuadrados, empezó a llover sobre ella el fuego de las ametralladoras. Luis, que estaba ob­servando con los gemelos desde una pequeña ventana, exclamó:
-"¡Estamos fritos! Estos muchachos creían que el frente estaba más lejos y lo tenemos a medio kilómetro."
El enemigo seguía disparando. Era imposible salir porque teníamos que atravesar un terreno descubierto para alcanzar la carretera donde habíamos dejado el coche.
Ante el constante resonar de las ametralladoras no era el temor a morir lo que me torturaba. Los militares están acostumbrados a esta música estridente, yo no. Si los combates fuesen silenciosos creo que sería más fácil afrontar el peligro y el miedo se reduciría. Allí permanecimos hasta que oscureció. El Ministro nos dijo:
-"Ya no se distinguen los frentes, es el momento de salir arrastrándonos hasta la carretera."
Cuando llegamos a ella encontramos cerca del coche a unos cuantos oficiales que estaban preparando un plan de avance para rescatarnos.
Castelló nunca se enteró de cuál era la misión de un Minis­tro; se creía en África al frente de unas tropas a las que debía dar ejemplo de valor y de temeridad.»
Más adelante cuenta: «Cuando llegamos al puesto más avan­zado de la Cruz Roja nos informaron que aquellos incontrola­dos habían formado un consejo de guerra al Teniente Coronel Cuervo y lo habían fusilado por suponerlo en relación con el enemigo. Nadie pudo aclararnos cómo ocurrieron los hechos, pero allí estaba tendido su cadáver en el patio, víctima de uno de los batallones de la F.A.I. Estos hechos, producto de viejas y demagógicas propagandas, a mí, como socialista, no me ex­trañaban. Los anarquistas, enemigos de todo lo que fuera dis­ciplina militar, se habían opuesto a los batallones de volunta­rios e invitaban a sus milicias a desobedecer las órdenes del Gobierno sustrayendo las armas del frente para preparar su revolución. En sus periódicos se hacía campaña sectaria decla­rando que los cuerpos armados, llamáranse como se llamaren, eran siempre organizaciones fascistas enemigas del proleta­riado.
En esos momentos vimos al General Castelló que, quitando la sábana blanca que piadosamente cubría el cadáver del Te­niente Coronel asesinado, colocaba sobre él la bandera de la República y se cuadraba militarmente. Los de la F.A.I. lo mira­ban con odio mal disimulado.

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