miércoles, 2 de febrero de 2011

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 60


«He recibido carta de Nany, gran amiga de San Juan de Luz que vivía entonces en Barcelona. Dice que le ha enseñado una carta mía a una profesora suya que sabe grafología.»
-"Debe tener un gran valor" -ha señalado. «Tengo que tenerlo. ¿Qué sería de mí sin él?» «Antes me parecía extraño que se pudiesen tener ganas de morir, como le ocurría a Geneviéve. Ahora hay momentos en los que me gustaría dejar este mundo. El presente no tiene nada de halagüeño, el porvenir tampoco. Prefiero ver el futuro negro; así, si cuando llega es gris, me parece blanco. Pero en el fondo la esperanza nunca muere. Recuerdo haber visto la reproducción de un cuadro que simbolizaba la esperanza: una mujer con los ojos vendados que tiene en sus manos una lira, todas las cuerdas están rotas menos una y a ella se aferra deses­peradamente. »
«Me gustaría alcanzar aunque sólo fuese un pequeño lucero en el firmamento de la gloria.»
«Ayer papá y yo estábamos solos. Cantamos y bailamos un poco. "Ay, hija mía -me dijo suspirando-. ¿Cuándo podre­mos bailar en nuestra casa?" ¿Cuándo tendremos una casa? Esto que llevamos no es vida. Aquí estamos instaladas de una manera provisional, como si fuésemos a marcharnos de un mo­mento a otro. No se puede una instalar mejor en esta casa. El único armario que hay lo tenemos nosotras y es tan pequeño que sólo podemos meter la ropa interior y los vestidos de la estación; el resto está en las maletas. ¡Ay qué casa! Y ahora, al menos, es verano, hay un poco de luz, pero en invierno pa­rece una tumba. La ventana de nuestra habitación da a un patio por el que suben olores de cocina, el humo grasiento de las frituras, y siempre se oyen gritos, voces de matrimonios que discuten, llantos de niños, radios puestas a todo volumen hasta muy tarde en la noche, voces destempladas de mujeres que cantan a grito pelado. Para ver un trocito de cielo tengo que sacar medio cuerpo por la ventana.»
«Me aburro, sigo aburriéndome. Espero que los Uña, los Va­rela y los González vuelvan para poder ir a almorzar una vez por semana a casa de cada familia de las que recibimos tanto cariño.»
«Desde hace unas semanas estamos en nuestro nuevo domi­cilio. Tenemos una habitación llena de luz que da a un patio que abre a la calle. Hay un comedor y un cuarto de baño con agua caliente, calefacción y radio. La dueña es una señora viu­da, muy buena persona; tiene varias hijas de nuestra edad. Hay otros huéspedes en la casa.»
«Mercedes de la Peña ha vuelto de San Juan de Luz adonde fue, como todos los veranos, a ver a su marido. La ciudad tiene, según nos ha contado, el aspecto de una fortaleza. Las luces se apagan a las ocho de la tarde, todo el mundo debe estar en sus viviendas a las once de la noche. Hay cañones y alambradas por todas partes, barcos de guerra en la bahía, calles que si no fuese por la lluvia que las lava estarían sucias y todo enorme­mente caro. ¡Pobre querida ciudad!»
«Ayer fue día de Difuntos. ¿Qué alma caritativa se habrá acordado de llevar flores a la tumba de mamá? Las Castaing lo hicieron el año pasado; es posible que lo hagan este año tam­bién. Mercedes nos ha dicho que las vecinas de la casa en la cual murió se encargan de cuidar la tumba. Nos dijo también que sobre ella habían crecido unas margaritas. ¡Margaritas so­bre la tumba de Margarita Gauthier! ¡Deliciosa coincidencia!»
Mientras tanto se acercaba el juicio de mi padre. Previa­mente fue llevado a las Salesas.
-«No podemos pedirle juramento porque está usted some­tido a proceso, pero queremos hacerle algunas preguntas por­que estamos escribiendo sobre los sucesos de la guerra en la zona roja.
-«Les advierto que padecí una enfermedad mental y que desde entonces padezco de cierta amnesia.»
-«Convendría que nos diese nombres de personas que fue­ron a ofrecerle sus servicios siendo usted Ministro o Goberna­dor Militar de Madrid con el objeto de desenmascararlos.»
-«¿Cómo? ¿Que yo dé los nombres de aquéllos que en tan dramáticos momentos me pidieron protección y luego tuvieron la suerte de pasarse a vuestro bando y que, terminada la gue­rra, ustedes ignorasen sus antecedentes? No, yo no los denun­ciaré para reducirlos a la triste situación en que estoy. ¡Antes prefiero la muerte!»
-«Es que usted no iba a firmar nada.»
-«Peor aún, yo lo que declaro lo firmo.»

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