martes, 30 de noviembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 28

VI

El reloj de todos los españoles se detuvo en la madrugada de un 18 de julio. Llevábamos los Castelló poco tiempo en Badajoz. Mi padre era Gobernador de la Plaza desde hacía varios meses. Recuerdo algo de aquella ciudad en que mi hermana y yo, niñas aún, y sospecho que mi madre también, nos aburríamos soberana­mente.Como éramos criaturas, mi hermana y yo no teníamos consciencia de la que ocurría en nuestro país. Algo inquietante debía pasar desde hacía varios meses.Después vino la madrugada del 18 al 19 de julio. Recuerdo a mis padres entrando en nuestra habitación:
-«Papá se va a Madrid.»
-« ¡ Qué bien ! » -grité palmoteando de alegría.
-«Ni te doy un beso ni nada. Dentro de pocos días estare­mos juntos en Madrid.»Mi padre había recibido una llamada del Ministerio de la Guerra, preguntándole si podían contar con su plaza y guar­nición;
-«En estos momentos tan confusos -fue su respuesta- ­tendría que consultar con Jefes, Oficiales y hasta Suboficiales.»
La tropa la tenía a su lado, pues recuerdo una canción en la que se hablaba de destituir a uno, fusilar a otro, desterrar a un tercero y que terminaba «queremos, queremos a Castelló». Las noticias que llegaban de África eran confusas. Se habla­ba de un levantamiento militar, sin que se supiese si era impor­tante o no, si estaba a punto de ser sofocado, o si podría ex­tenderse a la península.Segunda llamada, de madrugada, de Miaja, Ministro de la Guerra:
-«Ponte en camino para hacerte cargo de la Capitanía de Madrid.»Mi padre tenía el mando de la primera División Orgánica, por no haber titular en ese puesto desde que el General Virgilio Cabanellas, en marzo de 1936, había sido nombrado inspector.
-«Luis -le dijo mi madre-. ¿Te vas a marchar solo? Llé­vate a Matallana.»Matallana era uno de sus ayudantes; el otro, Puimariño, había solicitado permiso días antes para ir a Sevilla.
-«Puimariño, ya sabe usted cómo está la situación, yo pue­do darle permiso para la provincia de Badajoz o Madrid, pero Sevilla no entra dentro de mi jurisdicción.»
-«Es que tengo unos asuntos muy importantes de familia que resolver» -explicó.
-«De acuerdo, Puimariño, usted se va, pero conste que si le ocurre cualquier cosa, se ha ido usted sin mi permiso.»
-«Muy bien, mi General.»
Puimariño se marchó a Sevilla para ponerse a las órdenes del General Queipo de Llano. Acompañado de Matallana, mi padre emprendió el viaje al amanecer. Al llegar a Carabanchel le dieron el alto en un cuartel:
-«¿Quién vive?»
-« ¡ General Castelló ! He sido llamado a Madrid por el Mi­nisterio de la Guerra.»El centinela le pidió la documentación.
-«Puede seguir» -le dijo al devolvérsela. Más tarde supo mi padre que estaba sublevado.
-«¿Por qué me dejarían pasar?» -se preguntaba siempre mi padre.Sin más incidentes llegaron a Madrid. Desde las puertas ce­rradas de la Capitanía les dieron nuevamente el alto:
-«¿Quién vive?»-«¡General Castelló! ¿Por qué tenéis las puertas cerradas?
-«¡Porque nos están tirando!»
-«¿Desde dónde?»-«De todas partes.»
-«¿Quiénes?»-«No lo sabemos.»
Siguió el coche su marcha hasta el Ministerio de la Guerra. Fue esta vez detenido por un grupo de milicianos. Al proseguir le preguntó mi padre a su ayudante:
-«Matallana, ¿se ha fijado usted en las fusiles que llevaban esos hombres?»
-«No. ¿Por qué, mi General?»
-«Son los fusiles nuevos del Parque de Artillería. Yo les había mandado quitar los cerrojos siendo Subsecretario. ¿Cómo están en manos del pueblo?»
Finalmente llegó ante la presencia del General Miaja, a quien encontró entre un nutrido grupo de militares y paisanos:
-«Vengo a ponerme a tus órdenes» -manifestó mi padre.
-«Soy yo quien tiene que ponerse a las tuyas, porque mien­tras venías te hemos nombrado Ministro de la Guerra» -reci­bió como respuesta.
-«¿Pero qué es lo que está sucediendo en España?»
-«Un alzamiento militar... Creemos que será algo sin tras­cendencia. Cuestión de pocos días, como lo de Asturias.»
-«Yo no puedo aceptar un cargo así en estas circunstan­cias, sin antes reflexionar» -afirmó mi padre.
-«Mi General, si le hubiésemos nombrado Ministro de Agri­cultura o de Comercio podría usted alegar su incompetencia, pero siendo usted militar y habiendo sido durante tres años Subsecretario de este Ministerio no puede decir que no está capacitado. Su no aceptación en estos momentos sería muy sos­pechosa.»
Y así se vio nombrado Ministro de la Guerra.
-«¿Cuál habría sido tu postura de haberte quedado en Ba­dajoz?» -le pregunté en cierta ocasión.
-«De ninguna manera luchar contra mis compañeros y con­tra los españoles. Cabían dos soluciones: una, marcharme con vosotras a Portugal y de ahí a Francia si me hubiesen avisado a tiempo, y la otra, sabiendo que quienes venían a tomar Bada­joz eran Yagüe y Castejón, ambos amigos, haber consultado con jefes y oficiales y haber rendido la plaza.»
Años más tarde le pregunté a Castejón:
-«¿Por qué no avisaste a mi padre?»
-«Porque tu padre era republicano, temí que nos traicio­nase. Además, yo no podía tomar tal determinación sin permiso, era un simple Comandante.»
-«No, mi padre no era republicano; sirvió con lealtad a la República como había servido a la Monarquía, pero era apo­lítico» -repliqué.
-«Tu padre me escribió a Marruecos ofreciéndome el cargo de ayudante. Le respondí que no contase conmigo, pues estaba muy conforme donde me encontraba y el me manifestó que dejaría vacante el puesto durante diez meses para que reflexio­nara. Le contesté nuevamente que era inútil, que estaba deci­dido a permanecer en Marruecos. No sé qué habría sido mejor para nosotros, pero no cabe lamentarse, los dados del destino estaban echados.»
-«Me vi, pues, obligado a aceptar el cargo. Se fue el Presi­dente al Ministerio de Marina y yo me quedé a solas con Sara­via, quien me informó que el levantamiento en África estaba frustrado. Le conté que camino al Ministerio había encontrado milicianos con fusiles sin estrenar. Me respondió que el Tenien­te Coronel del Parque de Artillería, señor Gil, había ordenado hacer en una fábrica civil 25.000 cerrojos de fusiles Mauser que habían sido colocados a otros tantos fusiles. Decidí hablar con las ocho Divisiones. Me puse en comunicación con la segunda División, pero no contestó. La tercera, Valencia, estaba al man­do de mi buen amigo Martínez Monje:
-« ¡ Hola, Luis! ¿Desde dónde me hablas? -y bajando la voz- ¿Desde Badajoz?»
-«No... desde Madrid. Me acaban de designar Ministro de la Guerra.»
-« ¡Tú, Ministro! »
-«Fernando, ¿estás a favor del Gobierno o en contra?» -pregunté.
-«Pues mira, como creo que esto es cuestión de unos cuan­tos días, he declarado el estado de sitio y estamos acuarte­lados.»
Hablé entonces con la cuarta región, Barcelona. Saravia, que estaba presente, me dijo:

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