miércoles, 10 de noviembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 18


Tenía mi padre por aquel entonces un ayudante bastante bruto. En el frente de batalla probablemente se portaba con valentía, pero en la post-guerra no era más que un zoquete sin cultura. Algunos jefes propusieron que se dictaran conferencias para elevar el nivel de la tropa. Alguien comentó que el ayu­dante de Castelló debía estar preparando algo muy serio, pues se había comprado un globo terráqueo y se pasaba las horas muertas en su despacho. Uno de los oficiales descubrió la clave del misterio al entrar y descubrir que estaba meditabundo ante el globo.
-«Ya me lo explico. No sé cómo no han caído antes en ello.» -«¿Y qué es lo que se explica usted?»
-«Pues sencillamente por qué se pierden tantos aviones.»
Tomó en sus dedos un papelito e hizo con él una especie de pajarita.
-«Mire, éste es un avión... se cae... bueno... éste ha caído en Groenlandia. Pero usted comprenderá que el que cae por debajo del Ecuador se pierde... »
Tuvo una muerte digna de él. Fue levemente herido en una pierna en la toma de Bilbao.
-«Esto no es nada, no hace falta que me vea el médico. Me lo curo yo mismo» -decía. Y se vendó la herida con el pa­ñuelo lleno de mocos y otros trapos nada limpios, razón por la que le sobrevino la gangrena y murió.
Este soldado se preciaba, y por lo visto con razón, de ser un buen cazador. Nadie podía disputarle su presa. A veces solía ocurrir que dos balas hirieran a la misma perdiz. «La maté yo» -decía en tales casos. Mi padre no discutía jamás con él. Ter­minada la cacería, al regresar a la ciudad pasaban por casa y, con un ademán lleno de generosidad, le decía a mi madre:
-«Tenga, señora, gracias a mí come usted perdices, porque la que es este marido de usted no le da a un cerro.»
Cierto día proyectaron una peligrosa cacería de jabalíes. Sa­lieron al amanecer; el cielo estaba cubierto de gruesos y oscuros nubarrones que anunciaban tormenta. Mi padre advirtió sobre ella, pero su ayudante insistió:
-«El aire llevará los nubarrones hacia otro lado.»
-«Mire usted que el aire sopla precisamente en nuestra dirección.»
Discutieron un momento pero, finalmente, prevaleció el cri­terio de su ayudante. Emprendieron la marcha y estaban ya en pleno descampado cuando empezó a llover como llueve en Ma­rruecos, de costado y con granizo. Las caballerías, agazapadas unas contra otras, se negaban a avanzar. El intérprete dijo entonces:
-«He oído cantar un gallo. Debe haber un aduar aquí cerca.»
Partió en su busca y poco después regresó con la grata noticia de que, en efecto, lo había y que su jefe les ofrecía hospitalidad. Se trataba de una modesta casa de muros de adobe y piso de tierra. Las mujeres y los hijos fueron enviados a otro lugar. Ya tenían a medio preparar una gallina, el té de rigor y unos dulces. Cuando amainó la tormenta le pidió mi padre al intér­prete:
-«Dile a este hombre que hemos venido a divertirnos, que la lluvia nos ha obligado a refugiarnos en su casa ocasionán­dole molestias y gastos. Pregúntale, pues, cuánto le debemos.»
El intérprete tradujo y el jefe se mostró muy airado.
-«¿Qué te dice? -inquirió mi padre.
El intérprete no quería traducir...
-« ¡ Dímelo ! » -pidió mi padre.
-«Dice que cuando vine a su casa le pedí hospitalidad en nombre de unos cristianos y que la hospitalidad no la cobra ningún musulmán.»
-«Si nos ocurre esto en un pueblo español -reflexionaba mi padre- las gallinas nos las cobran como pavos.»
La hospitalidad era sagrada aún en caso de guerra; un mi­litar, soldado u oficial, podía solicitarla a sabiendas de que no le sería negada, aunque sólo gozaba de inmunidad durante vein­ticuatro horas.
Al ser destinado mi padre a la Península, Melali quiso darle una comida de despedida:
-.«Dime cuántos vamos a ser» -preguntó a mi padre.
-«¿Cómo cuántos vamos a ser?, ¿no eres tú el que invitas?»
-«Precisamente por eso tú te traes a tus amigos, pues no quiero que en mi casa te encuentres a alguien que te des­agrade... »
En España decimos que el hábito no hace al monje. Los musulmanes consideran que por lo menos el hábito ayuda, pues para ellos las apariencias tienen mucha importancia. Cuando Alfonso XII viajó a Marruecos para firmar la paz llevó una es­colta de caballería acorazada. Así, al verlo con uniforme de gran gala, escoltado por aquellas tropas empenachadas y a ca­ballo, los moros tuvieron una imagen grandiosa del Rey y de la nación que los había vencido.
Siendo ya mi padre anciano, le pregunté:
-«¿Te gustaría volver a Marruecos?»
-«No lo sé... después de los cargos que he ocupado y co­nociendo la mentalidad de aquella gente, sé que me pregunta­rían si estaba retirado, y yo no sabría cómo explicarles... »

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