jueves, 4 de noviembre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 15

Oratorio Caballero de Gracia, donde se casaron Luis Castelló y Margarita Gauthier.

Novios ya, dieron una de las campanadas mayores de Sevi­lla: fueron un domingo juntos a misa. Luego mi padre fue destinado a Madrid. Allí estalló la bomba entre sus compañe­ros: «Se casa Castelló.., Se casa con Margarita Gauthier. ¡Qué amor tan fulminante le ha entrado!»
Las anécdotas sobre su noviazgo se las debo a Rafael Duyós. Su padre, de igual nombre, que era compañero y gran amigo del mío, se había casado mucho más joven que él; así, pues, tenía ya hijos mayores cuando mis padres decidieron casarse.
-«A mí -me dijo Duyós hijo- aquello de Margarita Gau­thier me sonaba a algo leído, así que cuando conocí a tu madre me pareció la reencarnación de un mito.»
Los sábados por la noche tomaba mi padre un tren renqueante y ruidoso y sufría estoicamente su traqueteo para estar el domingo con la novia y volver a emprender el incómodo viaje la noche de ese mismo día.
-«Tengo que ir a la estación a acompañar a Luis -recor­daba Duyós- para ayudarle a llevar unos paquetones enormes que le lleva a la novia de regalo.»
Conociendo a mi padre, me imagino que los regalos en cues­tión eran lámparas, vajillas, etc., incluso un precioso juego de té de porcelana de Limoges.
-«Se lo regalé a tu madre siendo novios.»
-«Se pondría muy contenta.»
-«No creas. Me dijo que no era un regalo de novios, sino de casados. Y yo le contesté entonces que qué más podría desear... Que el novio que hacía regalos de casado, olía a marido. »
Y llegó diciembre de 1921; mi madre se trasladó a Madrid; los muebles fueron llevados en un capitoné y, mientras se ulti­maban los preparativos de la boda, el futuro matrimonio buscó piso y lo encontró sin dificultad en el barrio de Argüelles.
La boda fue muy sencilla; invitaron a un pequeño grupo de amigos que compartieron también el «ágape» en su casa. La ce­remonia tuvo lugar en el oratorio de la calle Caballero de Gra­cia. A ella no asistió mi tío Pepe, pues aquello de que su hermano se casara con una francesa que vivía sola en Sevilla y era absolutamente independiente debió de parecerle poco menos que un pecado imperdonable.
Llevaba mi madre aquel día un conjunto de vestido y cha­quetón gris adornado con piel de topo, un sombrero de la mis­ma piel y unos zapatos de charol negro que, según mi padre, le hacían ver las estrellas. «¡Iba materialmente colgada de mi brazo...! ¡Pero buena era tu madre! ¡Habría sido capaz de con­tar chistes antes de confesar que le hacían daño!»
Poco después, el hermano de mi padre se dignó conocer a su cuñada. La escena no dejó de tener su gracia. Tío Pepe, pese a su porte arrogante y distinguido, no dejaba de ser un señorito de pueblo con la mentalidad estrecha que ello supone. ¡Y no digamos su mujer, Dolores Perea, que pertenecía a la aristocracia local! Mi padre fue a Guadalcanal con su esposa para presentársela.
-«Tu madre, como era tan cariñosa, debió pensar que el hermano de su marido era como él, y echándole los brazos al cuello le estampó un par de besos.»
Qué cara no pondría mi tío y qué mirada le echaría mi tía que se abstuvo para el resto de sus días de repetir el gesto. Mi padre me contaba esta anécdota llorando de risa.
Nueve meses llevaban mis padres de matrimonio cuando nació el primer hijo: una niña a quien pusieron de nombre María Luisa. Un primer parto a los treinta y ocho años, y más aún en aquel entonces, no era fácil. En él tuvo ocasión de demostrar su entereza: no profirió un solo grito.
Más de cuatro años estuvo mi hermana de niña única. Mien­tras tanto, proseguía la guerra de Marruecos. Mi pobre madre se pasaba los días rezando novena tras novena y cumpliendo penitencia tras penitencia para que su marido volviese sano y salvo del frente.
-«Me la encontré hecha un bacalao -comentaba mi pa­dre-, vestida con el hábito de la Virgen del Carmen y callos en las rodillas. Había ofrecido como penitencia no comer más que un triste plato de lentejas cocidas al agua. Supongo que tu hermana y la muchacha comerían otra cosa, pues ellas no te­nían la culpa de que yo estuviese en África.»

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