jueves, 21 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 8


II

«Corría el año 1905, en Barcelona; el diario "Cu-Cut" había lanzado palabras injuriosas contra el ejército; un grupo de ofi­ciales asaltó la redacción y arrojó por la ventana todo el ma­terial de imprenta. La guarnición se hizo solidaria con este hecho. Hubo revuelta periodística.
En Sevilla se reunieron en el Casino Militar, por orden del presidente don Ramiro Ortiz de Zárate, todos los jefes y oficia­les de la guarnición.
El Capitán General Luque, enterado de ello, mandó cerrar las puertas del Casino y se comunicó por teléfono con los co­roneles de las guarniciones de Andalucía; Zárate manifestó que contaba con la conformidad de ellos y que había puesto un te­legrama al Gobierno expresando que el Segundo Cuerpo de Ejército, con su General al frente, estaba al lado de la guarni­ción de Barcelona.
Cayó el gobierno Moret y asumió el Ministerio de Guerra el General Luque. Así terminó aquel asunto y yo, que tenía veinticinco años reflexioné: "Hemos cometido un acto de se­dición".»

Mi padre continuó en Sevilla hasta que en 1909 tuvo que marchar a la guerra de Marruecos.

Destinado mi padre a Madrid, vivía en una pensión de la calle de Las Torres. La dueña, Isidora, se destacaba en el arte culinario. Además de la atención de la pensión, seguía siendo la cocinera de un marqués, uno de aquel entonces que al título unía la fortuna, los criados de librea y el tiro de caballo. Isidora era un verdadero «cordon bleu». Un día el marqués hizo una apuesta con una amiga suya tras haber discutido quién tenía mejor cocinera. Durante un mes estuvieron comiendo y cenan­do en ambas casas. Ganó la apuesta el marqués: Isidora, duran­te ese mes, les sirvió, entre otras cosas, un plato distinto de huevos cada día. Como su amo tenía invitados a diario, bien a almorzar, bien a cenar, no era raro que sobrase comida y los restos de estos suculentos platos Isidora podía llevárselos, con lo cual en la pensión se comía opíparamente. Al morir el mar­qués, en su testamento no olvidó a su excelente cocinera y le dejó una cifra considerable de dinero, que unido a los ahorros del matrimonio les permitió inaugurar un hotel al que le dieron el nombre de una de sus hijas: Mercedes. Acabaron siendo los dueños de un hotel de primera categoría, el Alfonso XIII.
Cuando comento con personas de aquella época lo que ga­naba mi padre siendo teniente, 150 pesetas al mes, sobre todo si estas personas son modestas, generalmente exclaman:
-«¿Pero usted sabe lo que eran 150 pesetas de entonces?»
-«Pues bien -contesto yo- treinta duros era exactamente lo que costaba la pensión en casa de Isidora.»
-« ¡ Pues sería magnífica ! » -y acto seguido comienzan a enumerar lo que se podía adquirir por un duro. La lista resulta inacabable; un duro, un famoso duro de aquel entonces era también lo que costaba comer en un buen restaurante, y lo sé porque recuerdo haberle oído contar a mi padre que él y otros compañeros, tras vacilar mucho, un primero de mes, con la paga recién cobrada, decidieron echar una cana al aire y comer en un restaurante muy bueno cuyo menú costaba precisamente ese dinero. Imagínense a cuatro oficiales, en la flor de la edad, que van a gastarse un duro en comer. Pedían cuatro raciones y las fuentes volvían vacías a la cocina. Al terminar el almuerzo se les acercó un señor con una botella de Champagne: era el dueño. «Es la primera vez -dijo con satisfacción- que en mi restaurante regresan vacías las fuentes a la cocina; para mí esto es un honor y vengo a invitarlos a tomar una botella de Champagne. »
«A comienzos de 1917, estando en el regimiento de Soria de Sevilla llegó un emisario de Barcelona. No estaba muy claro qué nos quería imbuir, parecía lamentarse de que Artillería, Ingenieros y E.M., debido a su unión, nos impusiesen su in­fluencia mientras que nosotros, con nuestras rencillas, éramos la Cenicienta del Ejército. Proponía la constitución de una Jun­ta que aunase los intereses de todos. Mis compañeros oían con absoluta indiferencia. Nuestro visitante se fue desalentando. Al poco tiempo el Gobierno debió enterarse de lo que se trama­ba. El General Luque, que estaba de Ministro, no quiso actuar y dimitió; fue sustituido por el General Aguilera. Este dio orden al General Alfau, que mandaba la 4ª Región, para que metiese en Montjuich a la Junta de Barcelona. La noticia corrió como la pólvora y lo que no habían conseguido los emisarios lo con­siguió el castigo. El Arma de Infantería se levantó entera apo­yando a los presos. Cayó el Gobierno y entró otro conservador, el Marqués de Estella, quien relevó a Alfau sustituyéndolo por el General Marina. Puso éste en libertad a los detenidos de la Junta y publicó un célebre Manifiesto a través del cual nos enteramos de lo que se trataba y nos apresuramos a firmar el reglamento. En Madrid se constituyó una Junta de Caballería y supimos que el Rey había aconsejado a sus familiares que lo firmasen, tanto aquél como el nuestro. Acatado el estado de cosas, la Junta de Barcelona invitó a las once regiones militares a constituir Juntas Regionales y a enviar un delegado de cada una de ellas a Barcelona con el fin de unificar posiciones y criterios.

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