martes, 19 de octubre de 2010

RETAZOS DE LA VIDA DEL GENERAL CASTELLÓ - 7


Otro de los profesores era Manuel Lucas Pomares. Con una carrera poco brillante, casado y cargado de hijos; los unifor­mes de este pobre oficial dejaban bastante que desear, lo que él achacaba a los escasos treinta duros de sueldo que ganaba al mes. Un día de los Inocentes aparecieron los siguientes ver­sos, escritos con letra de molde y clavados con chinchetas a la puerta de la clase:

Nadie es más feo que él.
Manuel.
Pronto gastará peluca.
Lucas.
Cargado de costillares,
Pomares.
En salsa de calamares
debió tener su guerrera.
Esta es la figura entera
de Manuel Lucas Pomares.

El Regimiento número 9 de Sevilla fue el primer destino de mi padre. Allí vivió unos años placenteros alternando con la mejor sociedad sevillana. En la ciudad del Guadalquivir las clases so­ciales estaban muy delimitadas. Para tener acceso a las capas altas había que poseer un título, tener alguno en la familia... o ser militar, carrera entonces muy mal pagada pero que goza­ba de un gran prestigio. Dentro del círculo de la alta sociedad había otro sector más cerrado aún del que un buen amigo de mi padre, sevillano él, solía decir;
-«Luis, para entrar ahí hay que ser por lo menos primo hermano de Jesucristo.»
Mi padre vivió muchos años en el hotel París, que era uno de los mejores de la ciudad.
Era entonces muy elegante. Tenía su propio caballo (lujo que no podían permitirse todos los oficiales de Infantería). Era una jaca a la que llamaba «Naná» en recuerdo de la heroína de la novela de Zola. Mi tío le enviaba la parte proporcional de las rentas de la finca, lo cual le daba la posibilidad de hacer un papel airoso en medio de aquella sociedad aristocrática y opulenta. De cuatro invitaciones aceptaba dos, pues sabía que no podía corresponder más que a una.
La gran distracción de las jovencitas sevillanas a comienzos de siglo consistía en ir a pasear en coche cubierto por el Parque María Luisa al caer la tarde. Iban acompañadas de su ma­dre o de la «carabina». Allí las rondaban los galanes a caballo y por ello merecía la pena cualquier sacrificio. Es anecdótico el caso de unas señoritas económicamente venidas a menos a quienes su padre puso en la alternativa de comer patatas todos los días y conservar el coche o prescindir de este último. Opta­ron por las patatas...
Cuando llegaba la feria, los jóvenes sevillanos tenían la oca­sión de acercarse a la dama de sus pensamientos. Previamente, durante la Semana Santa, las señoritas «bien» solían colocarse tras una mesa petitoria en compañía de unas señoras muy se­rias y los galanes, para que ellas se dignasen dedicarles una media sonrisa, tenían que soltar sobre la bandeja tres o cuatro duros. Al llegar la Feria, si la joven en cuestión tenía algún hermano, éste decía a sus amigos que se pasaran por su caseta. Cada caseta suponía un ramo de flores para la mamá y otro para la jovencita. A la tercera caseta que se visitaba se había terminado la paga del mes.
Finalmente se celebraba un magnífico baile en el Círculo de Labradores, lo más elegante de Sevilla. En sus salones se podía invitar a las jóvenes a bailar un rigodón o unos lanceros, ya que el «agarrado» no era de buen tono en una señorita. Decla­rarse a una de ellas requería todo un ceremonial. En el baile del Círculo de Labradores, entre rigodón y lanceros, se podía un joven insinuar. Luego venían las cartas; a la primera no se debía contestar y lo mismo ocurría con la segunda. El galán tenía que insistir y enviar la tercera. La respuesta solía ser eva­siva... se hablaba en ella de la no muy completa conformidad de los padres a las relaciones, pero se dejaba una esperanza.
« A mí cuando no me contestaban a la primera me encogía de hombros y daba por zanjado el asunto...
Probablemente me perdí muy buenos partidos... Además me daba por pretender a las recién puestas de largo. ¡Y tenían unos humos!»
Solía presumir de haber recibido muchas «calabazas» y, con su habitual buen humor, comentaba que había salido a flote en la vida gracias a ellas. Sabía perder con elegancia.
Tuvo un amor muy romántico. Se enamoró platónicamente de una joven y llegó a alquilar un piso cuyas ventanas daban a la misma calle que la de la dama de sus pensamientos. Puso visillos y una butaca junto a una de las ventanas y allí se pasa­ba las horas muertas haciéndole silenciosas señales con la mano. Su dama, un buen día, dio por finalizado el idilio. Mi padre recibió una carta que ponía punto final a su amor: «Con gran desconsuelo de mi corazón y contra mi voluntad he de decirle que mis padres se oponen terminantemente a nuestras relaciones.» ¿Motivos? Jamás los supo, pero probablemente aquel romance dejó un recuerdo imborrable y lleno de nostal­gia en su alma.
Pretender, como él pretendía en broma, que sólo había re­cibido calabazas, es algo difícil de creer.
Tuvo relaciones con una prima hermana suya, Cándida, her­mana de José Castelló del Olmo. A éste, por quien sentí un en­trañable cariño, le pregunté un día:
-«¿Es verdad que papá y tía Cándida fueron medio no­vios?»
-«No... fueron novios formales.»
-«¿Y por qué riñeron?»
-«Por cualquier tontería... tu padre tenía mucho genio, mi hermana también... chocarían... Y luego, por amor propio, ninguno querría dar su brazo a torcer.»
Tía Cándida terminó casándose con un señorito de pueblo aficionado a la bebida. Los claros del día se los pasaba en el casino de Constantina y por la noche regresaba a su casa con media trompa. No tuvieron hijos. Tía Cándida fue muy guapa y muy gastadora, así que al quedarse viuda se encontró con que entre los dos habían dilapidado una fortuna muy decente. Siem­pre admiré a tía Cándida; tenía una cultura que dejaba bastan­te que desear y, sin embargo, fue capaz de ponerse a trabajar y ganarse la vida. Tuvo una colocación en una fábrica de per­fumes, luego estuvo de institutriz de una niña subnormal y cuando la conocí, ya pasados los sesenta años, trabajaba en las oficinas de un Sindicato. Iba siempre primorosamente ves­tida y maquillada. No sé cómo se las había arreglado para qui­tarse años y facilitar así su empleo. Con la edad había perdido su juvenil esbeltez pero conservaba un cutis admirable. Mi prima Dolores, la hija de tío Pepe, me contaba que cuando vivía en su casa, se levantaba casi de madrugada para tener tiempo de arreglarse y seguir aparentando esos diez años me­nos que había escamoteado en el Sindicato. Lo más admirable es que cuando se convocaron las oposiciones tía Cándida pidió a Dolores que le enseñase matemáticas. Con mucho más de se­senta años se puso a estudiar quebrados, regla de tres, álgebra y la ley de Sindicatos. ¡Y aprobó las oposiciones! Pese a la re­baja que se había hecho en la edad, llegó un momento en que alcanzó la del retiro. La última vez que la vi me dijo que como le quedaban pocos años de vida había empezado a romper car­tas y fotografías que después de muerta no le interesarían a nadie. Tras su fallecimiento comenté con
su hermano esta con­versación:
-«Pues... no... no rompió todas las cartas, conservaba aún la de tu padre felicitando a mi madre por mi medalla militar... »

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