martes, 28 de julio de 2009

DE VIAJANTES EN LA SIERRA NORTE Y SUR DE EXTREMADURA EN LOS AÑOS CINCUENTA DEL SIGLO XX


José María Álvarez Blanco

En homenaje a Juan Antonio Torre Salvador,
“Micrófilo” (1857-1903), escritor maldito, autor
de “Un capítulo del fol-klore guadalcanalense” (1891), a quien la intolerancia borró su nombre del callejero del pueblo

La memoria, esa función cerebral exclusiva de nuestra especie, no deja de asombrarme en aspectos como el que da origen a este texto. Por eso me he preguntado muchas veces: ¿por qué recuerdo en su integridad sin el mínimo fallo, con el paso de los años, las décimas “Cuentan de un sabio…” de Calderón de la Barca y “Admirose un portugués…” de Nicolás Fernández de Moratín, y de una cantinela guasona, que recitaban los viajantes en la Tienda de mi Padre hace casi 60 años, sólo puedo reproducir, y mal, una línea o verso?. En estas cuitas me hallaba cuando se me ocurrió acudir al Santo Buscador – intuirá el probable lector que no me refiero a San Antonio de Padua, sino al cibernético San Google – que mire Vd. por donde, tampoco me resolvió el problema, ya que si bien me llevó a un foro de un ciudadano de la vecina Fuente del Arco, le pasaba igual que a mí, pues sólo reflejaba la frase “En Llerena está la cosa buena”, que como veremos más tarde no era la exacta, y por supuesto al texto le faltaba casi todo, para estar completo.
De repente se me ocurrió telefonear al antiguo colaborador de mi Padre, exitoso empresario, gran amigo y excelente persona, que se llama Eduardo Saavedra Moreno. Cuando le conté el motivo de mi llamada, él que ha dedicado toda su vida al comercio, no tardó ni un segundo en repetirme el dicho, que circulaba por entonces en boca de los sufridos miembros del gremio de los viajantes que visitaban nuestra comarca.
La pequeña historia es la siguiente. Había un viajante con ínfulas poéticas, que necesitaba que su empresa le remitiera fondos y se los solicitó a su jefe con el siguiente telegrama en verso:

En Alanís,
negocio no conseguí
Cazalla,
está que estalla,
Constantina,
está que trina,
En Guadalcanal,
na,
mande fondos a Llerena,
por si está la cosa buena.

La respuesta del jefe, también por vía telegráfica, y que no se hizo esperar, fue la siguiente:

Devuelva usted las maletas
y váyase a hacer puñetas
no quiero viajantes poetas.

Penoso trabajo el de aquellos viajantes, gente dicharachera e ingeniosa que sobrellevaba con humor una dura profesión, que comportaba prolongados viajes en trenes arrastrados con máquinas de vapor que lo ponían a uno perdido de carbonilla, cargados de maletas, y que les obligaba a pasar casi toda la semana lejos de la familia en las pensiones de los pueblos.

A decir verdad, aquellos viajantes algunos de cuyos nombres recuerdo (Martínez, Ossorio, Ramos ... etc.), además de ser enormemente simpáticos tendían a considerarnos “catetos” por el mero hecho de ser de pueblo, -(en Madrid donde escribo, los castizos dicen ahora “pardillos”) - y a veces no dudaban en practicar el fino arte del vacile con los paisanos de la Sierra. Sobre un vacile practicado por un viajante publiqué, hace 18 años, en la Revista de Feria de 1991, el texto que reproduzco a continuación, firmado con un seudónimo que era un homenaje a mi Padre, José María Álvarez Medina, más conocido como Pepe el de la Tienda. La anécdota sucedió en la Barbería, que estaba situada en la Plaza, entre un viajante sevillano y Manolo Escote Gallego inolvidable amigo de mi padre y mío. La titulé “Cuernos en la barbería”, pero igual hubiera valido “El viajante viajantado” y decía así:

CUERNOS EN LA BARBERIA

Yerra el lector si supone, por el título de estas lí­neas, que el asunto se refiere a una infidelidad conyugal consumada en una peluquería, que en Guadalcanal, donde ocu­rrió la historia, se denomina con el vocablo cervantino cuando se trata del establecimiento de caballeros.

Los hechos ocurrieron una tarde de verano de los años 1950. Fueron protagonizados por ese singular y entrañable guadalcanalense llamado Manuel Escote, y por un viajante, cuyo nombre ni conocemos ni hace al caso. Baste saber que era sevillano, chaparrito y vacilón. El escenario fue la barbería de Manolo, sita en la impar plaza de España de Gua­dalcanal, frente a la estatua de A. López de Ayala, aquel que temía "más al olvido que a la muerte". Serían las prime­ras horas de la tarde en las que la tranqui­lidad de la pla­za, mientras los naranjos agrios aguantaban impávidos la ca­nícu­la, era absoluta.

La barbería, como la tenía puesta Manolo, se diferen­ciaba muy poco de las de otros pueblos de Andalucía. El de­talle distintivo era una hermosa cornamenta de ciervo, que había en la pared que quedaba a la derecha de la puerta, y que cumplía la utilitaria misión de perchero. Se trataba de las astas de una pieza no cobrada por Manolo, sino de un re­galo que le había hecho uno de sus hermanos* aficionado a la caza mayor, ya que nuestro protagonista, empedernido caza­dor, lo era de las especies pequeñas que abundan en nuestro término.

Aquella tarde Manolo, después de haberse levantado de la siesta, abrir la barbería, y haber leído el ABC, daba cuenta del crucigrama de Cova con la facilidad acostumbrada.

De pronto la cortina dejó entrar la luz de la plaza, y una voz netamente sevillana irrumpió en la estancia.

-Buenas tardes, maestro. Aquí vengo, a ver si me hace Vd. un buen arreglo.

Manolo, al mismo tiempo que se levantaba del sillón girato­rio en el que se encontraba, contestó:

-Buenas tenga Vd. Veremos lo que podemos hacer.

El cliente se acomodó en el sillón del que Manolo aca­baba de levantarse. Manolo le aplicó el paño blanco, y tras ajus­tar el respaldo a la altura del cogote, empezó su faena, ex­tendiendo jabón con la brocha sobre el rostro de su des­cono­cido cliente. Éste, que ya había reparado en los hermo­sos cuernos que adornaban la pared de enfrente, no pudo re­primirse las ganas de vacilar con Manolo, y con la entona­ción ambigua que el caso requería, pausa­damente dijo:

-Maestro, digo yo que buenos cuernos tiene Vd... a­quí.

-Mire Vd. qué casualidad -respondió Manolo sin in­mu­tarse mientras continuaba su cometido- precisamente son del úl­timo viajante que pasó por aquí, que se los dejó ol­vida­dos.

El viajante, tras la sorpresa de la respuesta, encajó el golpe con deportividad. En Sevilla, en más de una ocasión tomando unas copas con amigos de su gremio, decía que había ­que andarse con cuidado con alguna gente de pueblo, porque había algunos, como el barbero de Guadalcanal, que no se cortaban un pelo.

PEPE SHOPSON
Madrid, Julio 1991.

*Isidro, empleado jubilado de TVE, autor del libro “Vivencias y convivencias con la caza” recientemente publicado.

La cantinela del telegrama y la coña marinera de los cuernos son de una fecha que no puedo precisar, pero temo no equivocarme mucho si afirmo que se produjeron entre 1945 y 1950. Comprenderá el lector que en aquellos tiempos en que “España era una unidad de destino en lo universal”, la única forma posible de abordar los problemas sociales era mediante el humor, en su variante más genuina, el cachondeo celtibérico.

Por la misma fecha, un escritor neoyorkino, hoy famoso tanto por la calidad de sus textos, como por la que después fue su exuberante esposa, - el avisado lector habrá adivinado que me refiero a Arthur Miller (1915 - 2005) –estrenaba el 10 de febrero de 1949 en el Teatro Morosco de Nueva York, su famosa obra “La muerte de un viajante” con Lee J. Cobb en el papel del protagonista, el viajante Willy Loman. Desde ese día no ha dejado de representarse en todo el mundo, habiendo quedado como una de las obras maestras del teatro norteamericano moderno. Recuerdo, hace ya bastantes años, haber asistido en el Teatro Bellas Artes de Madrid, a una representación dirigida tal vez por José Tamayo, en el que ese pedazo de actor llamado José Luis López Vázquez, interpretaba el papel del viajante y que poco tenía que envidiar a la maestría del actor americano antes citado. Cuando escribo estas líneas se repone una vez más en Madrid, en una versión del director argentino Mario Gas. Las razones por las que en la misma fecha se abordaba, en dos lugares separados por miles de kilómetros, la figura del viajante en claves tan opuestas, humorista aquí y trágica en Nueva York, son tan obvias que me abstengo de comentarlas.

Madrid, julio 2009

1 comentario:

Eleuterio Díaz dijo...

Don José María, estupendo artículo, que nos transporta a los años 50 o 6o con sus y carencias, pero también con las ilusiones de una vida en plenitud de sueños de futuro, muchos cumplidos. Delicioso transporte al pasado y a los sueños que fueron y que muchos permanecen, a pesar del tiempo transcurrido.
Siga deleitándonos con sus bien escritos y entretenidos artículos.
Eleuterio Díaz