miércoles, 3 de junio de 2009

LOS JUDÍOS DE GUADALCANAL DEL SIGLO XV - 1

Agradecemos a D. Luis Garraín Villa, Cronista Oficial de Llerena, su amabilidad al facilitarno copia de este interesante artículo sobre los judíos en la Provincia de León del Maestrazgo de la Orden de Santiago, a la que perteneció Guadalcanal.
Se mantiene el texto completo del artículo, pero sólo publicaremos la relación de los judíos relativos a Guadalcanal.

LOS JUDÍOS CONVERSOS EN LA PROVINCIA DE LEÓN DEL MAESTRAZGO DE SANTIAGO Y EL OBISPADO DE BADAJOZ A FINALES DEL SIGLO XV.

LUÍS GARRAIN VILLA.
Cronista Oficial de Llerena.

I.- Los judíos españoles.

Para analizar esta importantísima etapa de nuestra historia, debemos tener en cuenta la carga de sentimiento mágico que la sociedad del siglo XV tenía para poder comprender bien la sensación que producía al pueblo la convivencia con los judíos, sus ritos y su forma de vida.
La monarquía española, tras la reconquista, veía necesaria la repoblación de todos los territorios recuperados a los musulmanes, y por ello a los pueblos interesados en realizar nuevos asentamientos no se les ponía el menor inconveniente. Era preciso la colaboración de todas las comunidades y en especial la de los judíos, porque aportaban muchas ventajas que incidirían en el desarrollo de los nuevos límites de la corona.
El pueblo hebreo vio las puertas abiertas ante la facilidad dada por los reyes españoles; hay que tener en cuenta las persecuciones que habían sufrido en algunos países europeos, debido a la crisis del siglo XIV, producida por las guerras, el hambre y las epidemias, y porque ante tantos males, el pueblo siempre tiene que buscar algún culpable, en este caso, fue la comunidad judía.
La mayor parte de estos nuevos residentes se dedicaban al comercio y a la artesanía, con lo que ayudaron a revitalizar la economía; otros fueron propietarios de grandes fortunas y se convirtieron en los banqueros de los monarcas, ávidos de dinero para poder planificar los gastos de la repoblación y reconstruir la vida administrativa de la corona; y otros muchos poseían los conocimientos suficientes de la lengua árabe, vital para facilitar las relaciones entre los cristianos y los musulmanes que quedaron bajo los dominios de los primeros. En la península vivieron filósofos, poetas y hombres de ciencia judíos, incluso llegaron a ejercer en la medicina un fuerte monopolio. Como consecuencia de todo ello, el asentamiento y aceptación del pueblo judío fue fundamental para el desarrollo de las actividades económicas, recaudación de impuestos, administración y relaciones diplomáticas. Algunos historiadores como Sánchez-Albornoz o Américo Castro coinciden en considerar a los judíos como los motores de la economía, del capitalismo y del progreso de la monarquía.
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Los ordenamientos de Valladolid y Sevilla, dictados en el siglo XIII, establecían unas normas de comportamiento entre las comunidades dominantes, una de ellas prohibía el matrimonio entre judíos y cristianos. El hebreo que tuviera relaciones con una cristiana era castigado con la pena de muerte, y si ésta era virgen la despojaban de la mitad de sus bienes; si estaba casada quedaba a merced de su marido, a la que incluso podía matar; y si era prostituta, la primera vez era azotada y la segunda condenada a muerte.
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Existen discrepancias entre los especialistas cuando tratan el tema de los asentimientos hebreos; unos dicen que preferían algunos barrios específicos dentro de las ciudades, a los que llamaban kahal, que sería la etimología de la palabra catalana call, y que posteriormente adoptaría el vocablo castellano calle.
[3] Parece ser que vivir en una aldea o ciudades pequeñas era más acertado por motivos de seguridad, y así lo recomendaban algunos textos hebreos, porque su forma de vida austera se asemejaba bastante a la vida cotidiana de los cristianos. Esta agrupación independiente se le denominaba aljama[4], que incluso tenía competencias penales exclusivas sobre sus miembros, y cada unidad familiar se le denominaba “Fuego”.
Para otros autores, el hacinamiento de las aljamas se producía porque las autoridades cristianas no autorizaban su ampliación, y por lo tanto sus espacios libres eran enormemente reducidos, agobiantes, sucios y miserables. Por ello los judíos tenían fama de poco aseados, cuando todos los indicios y restos de antiguas aljamas que se han localizado en algunas ciudades nos indican que eran más limpios que los cristianos.
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La fama de usureros de los judíos comienza a tener base entre la sociedad a partir del siglo XIII, cuando se decreta, según el ordenamiento de Valladolid y Sevilla al que antes me referí, que entre los cristianos no se podían cobrar intereses por los préstamos, norma que también se aplicaba entre los mismos semitas, y en cambio si estaba permitido el cobro de réditos entre miembros de distintas comunidades. Las Siete Partidas, de Alfonso X el Sabio, fijaron el tipo a aplicar, tres por cuatro, es decir, que se prestaban 3 y se recibían 4, que equivalía a un 33'33 por ciento, interés que se mantendría hasta finales de la Edad Media. Posteriormente, en las Cortes de Aragón, en 1241, se estableció un 20 por ciento. Un judío de Tudela aconsejaba lo siguiente: “Elige ser labrador o comerciante, pero si puedes dar tu dinero a interés, aprovecha la ocasión, no la dejes pasar”.
[6] Muchos hebreos se dedicaron a este menester usurero, por lo que la mayoría de los cristianos medían por el mismo rasero a todos los demás. Se vivía con la creencia de que era una comunidad enormemente rica e influyente, y entre sus miembros existían, aparte de un reducido grupo que sí tenían un gran protagonismo y poder, gente sencilla, agricultores, tenderos y artesanos, con sus correspondientes discrepancias y tendencias contrarias en muchos aspectos de su vida social, al igual que las comunidades musulmana y cristiana. Lo único en que los hacía fuertes y los mantenía unidos era su fe mosaica.
La comunidad cristiana, tras la reconquista y debida a la fe de los monarcas, se impuso a la de los judíos y la musulmana; ambas estaban consideradas como minorías toleradas, con las consiguientes repercusiones en materia de impuestos, bastante más elevados, y ciertos privilegios sociales que, poco a poco, iban minando la convivencia entre las tres culturas. En definitiva, fueron tolerados y se les permitió practicar su religión porque se les consideraba vitales para el mantenimiento de la economía. Muchas de las disposiciones legales en materia civil y religiosa que se iban implantando en la sociedad, tenían bastante de discriminatorias para esas minorías. Si tenemos en cuenta que las Siete Partidas de Alfonso X el Sabio autorizaban la presencia hebrea “porque ellos viviesen como en cautiverio para siempre y fuesen remembranza a los hombres que ellos vienen del linaje de aquellos que crucificaron a Nuestro Señor Jesucristo”, es de suponer que cualquier decisión estaba empañada de cierto espíritu antisemita, rechazo que la Iglesia había ido imponiendo solapadamente en todas sus actuaciones. San Ambrosio pensaba que los judíos fueron los autores de la muerte de Jesucristo a la vez que negaban rotundamente su existencia, por lo que esta opinión influyó notablemente en el sentir popular incrementando su repulsa hacia los hebreos.
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[1] PÉREZ, Joseph. Historia de una tragedia, la expulsión de los judíos de España. Crítica, Historia Medieval, Madrid, 1993, pág. 83.
[2] SUÁREZ BILBAO, Fernando. Las ciudades castellanas y sus juderías en el siglo XV. Madrid, 1995, pág. 22.
[3] PÉREZ, Joseph. Obra citada, pág. 23.
[4] En el Reino de Castilla era la institución que indicaba la existencia de una comunidad judía en una ciudad determinada, provista de todas las condiciones legales mínimas para considerarla como tal: sinagoga, cementerio, escuela, miqweh o baño ritual para las mujeres, carnicería, etc.
CARRETE PARRONDO, Carlos. El judaísmo español y la Inquisición. Editorial MAPFRE, Madrid, 1992, pág.15.
[5] SUÁREZ BILBAO, Fernando. Las ciudades castellanas y sus juderías en el siglo XV. Madrid 1995, pág. 24.
[6] PÉREZ, Joseph. Obra citada, pág. 26.
[7] LEA, Henry C. Historia de la Inquisición española. Fundación Universitaria Española, Madrid-1983, tomo I, pág. 55.

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